Tiene quince, quizá dieciséis años de edad, se queja de la vida y ha columbrado que, para no sufrir de más en este valle de lágrimas, «hay que hacerse culerita».
¿Qué ha conseguido portándose bien? Cuernos, mentiras, ha sido buena y le han pagado con puras mamadas (de las que estresan, se infiere). No más. Ya no será la pendeja de nadie.
“No mames”, interviene su acompañante, otro joven, uno que quizá jamás conozca el gozo de caminar derecho (¿alguna vez habrá notado que lleva la barbilla por debajo de la línea de los hombros?).
“Sí, hay que hacerse culerita”, repite, con gran satisfacción, la jovencita.
Al llegar al cruce de las avenidas del Trabajo y Nazario Ortiz Garza, dan vuelta a la izquierda, hacia San Joaquín; el testigo involuntario gira la derecha, hacia la Victoria, y pierde la oportunidad de escuchar el resto de aquella plática.
Los barrios de Torreón son tierra fértil para diálogos de esa calaña.
En otro tiempo, las malas palabras ocupaban espacios bastante específicos de la cotidianidad, el sitio del insulto, por ejemplo, o bien servían al propósito de materializar enfados, tristezas o la mezcla de ambos. Su uso con fines amistosos, aunque posible, no era recomendable si no se dominaba la afectación adecuada, graciosa, inconfundible.
Eso sí, el destello de vulgaridad que suele acompañarlas se ha mantenido intacto.
Hoy día, además de ser moneda corriente (en más de dos sentidos del adjetivo), se han constituido como la divisa preferida, la primera opción en la cartera verbal, del intercambio sonoro en la barriada.
Mujeres y hombres, de cualquier edad, se entregan a ellas, confían en las palabrotas para emitir mensajes claros. Hacen de ellas una colección de navajas suizas del habla; útiles para cualquier tipo de diálogo o situación.
Convertidas en algo más que groserías, el tono, la expresión facial y el contexto adquieren el carácter de elementos indispensables para dilucidar si expresiones como “pinche bato ojete” o “mira ese hijo de puta” funcionan como insulto, elogio o enunciación de un hecho objetivo.
HABLAR A LOS GRITOS
El lenguaje del barrio es agresivo. El toma y daca de la vecindad, del que participan hombres y mujeres por igual, justifica hablar alto, siempre alto, incluso cuando se manda un “buenos días” a un conocido o se pregunta “¿cuánto fue?” al de la tienda.
Hablar alto, apenas por debajo del grito, equivale a mostrar un arma presta a disparar mentadas o epítetos lapidarios.
Calles y casas apenas saben guardar silencio. Infatigable, el ruido del barrio llega hasta el sillón, hasta la recámara, hasta el cuarto de baño. Ingresa por el frente, por el patio, por las ventanas, traspasa los muros. Un sonido nace y se monta encima de otro. Entre ambos engendran una respuesta igual o más potente. En bola, saturan las orejas, aturden y obstaculizan, cuando no anulan, el pensamiento.
Los niños no obedecen, juegan, gritan; los jóvenes se desentienden fácilmente de sus obligaciones, echan relajo, gritan; el cónyuge finge no escuchar, canta, sube el volumen del estéreo.
No hay de otra que estallar en gritos, elevar la voz para hacerse oír. Si uno atendiera solamente a al volumen de los vecinos, pensaría que están permanentemente enojados.
En realidad, las voces del barrio son humildes, pequeñas.
Hace unas décadas, la mujer del barrio pecaba de discreta. Hablaba alto, sí, también gritaba con frecuencia, sí, pero, salvo en las ocasiones ya expuestas, apenas incorporaba palabras mayores a su discurso callejero, y difícilmente recurría a leperadas.
Usar palabrotas en el espacio comunitario era prerrogativa del varón. Que una mujer soltara una retahíla de términos ofensivos en público de la gente se equiparaba a montar una escena, un espectáculo, una diversión. Los testigos agradecían haber estado en el lugar y el momento correctos para observar a aquella mujer que había perdido el control de sí misma.
La mujer que utilizaba groserías en otros contextos, como vacilar (en la acepción juguetona del término) o para rechazar los galanteos de un varón, por ejemplo, dejaba en el oyente la impresión de ser algo coscolina, de que ya estaba vivida, de que le gustaba el pedo (enfiestarse).

HERENCIA EMPOBRECIDA
Como un cincho que aprieta un poco más cada año (a no ser que se crucen en tu camino fenómenos como el trancazo empobrecedor de una pandemia) la estrechez mata de a poco, a la manera de las enfermedades crónicas.
La pauperización de la vida en la barriada ha conquistado mucho más que los ámbitos reflejados en indicadores socioecónomicos. Aparejada a la constante merma de confort en los hogares, avanza la pérdida de lenguaje.
Harto consciente de los escasos recursos a su disposición, el vecino del barrio adopta, uno tras otro, ajustes que acomodan la realidad a su presupuesto.
¿Le gusta fumar y batalla para comprar su marca favorita? Ni pedo, bienvenido sea el cambio. Adiós a los Marlboro (70 pesos la cajetilla con 20 unidades), bienvenidos los Paul Mall económicos (40 pesos). ¿El ajuste resulta insuficiente? Ni pedo. Adiós a los Paul Mall, abran paso a los Link (28 pesos). Bendita sea la cerveza que apenas mueve sus precios. Esto también tiene su porqué. Beber ayuda a no pensar. El cigarro, en cambio, abre una pausa que se interpreta como tranquilidad. No obstante, la intoxicación dificulta la respiración, estresa más al fumador y éste, irremediablemente, acaba pensando más en lo que va mal y en la necesidad de hacer algo al respecto.
Casi siempre, la respuesta a los apuros cotidianos se presenta como economizar, pero no con el fin de ahorrar. Trabajar más, hasta la extenuación incluso, ayuda, mas no alivia, a la manera de la pastilla que calma la fiebre y deja activas las náuseas o el dolor muscular. Economizar es la respuesta, tanto que deja de ser una solución y se convierte en una postura ante la vida.
Las tijeras que definen a ese modo de resistir también cortan la tela del habla.
Hace tiempo que el vecino de barrio renunció a apropiarse de conceptos. No puede permitírselos. Le duele adquirir libros de texto, los que reclaman adolescencia y juventud para su formación; comprar otras lecturas, aquellas que están fuera de la canasta básica educacional, equivale a romper el voto de austeridad.
Sujeto a la disciplina de la estrechez, fecunda en castigos como apretar el cinto, producir ansiedad con el inevitable deterioro de las escasas posesiones o sustituir los productos preferidos por genéricos de calidad inferior, el vecino de barrio traslada el principio de “lo estrictamente necesario” al plano simbólico.
Privado de espacio y medios para estirar su ser, el humilde utiliza, transmite y hereda un equipaje lingüístico cada vez más empobrecido y desapacible. Esa reducción de posibilidades expresivas da lugar a construcciones como «hay que hacerse culerita».
NAVAJAS SUIZAS
Todo lo que hay para comunicar en el barrio puede hacerse con palabras mayores, pero no se utiliza un amplio abanico de ellas. Bastan unas pocas navajas suizas para expresarse.
La voz “mamada”, por ejemplo, perdió la primacía cuando se trata de referirse a una felación (sucumbió ante el “wawis”). A cambio, conserva el sentido de “despropósito” y ha incorporado los de “ojetada” y “poca madre”, ahora los tres caben en “qué mamada”. También le ganó la partida a “chingadera”; alguien que no es de fiar ya no sale con sus chingaderas sino con sus mamadas.
En un hecho relacionado, “chingonería”, alta medalla que otorga el barrio a quienes dominan un oficio o tarea, o bien a cosas hechas con toda la mano, ya casi no se emplea; ha cedido ante el genérico “es la mamada”.
El término “mamado”, por el contrario, se ha empobrecido. Cayeron en desuso las acepciones de borracho y fatigado. A cambio, ahora retrata lo fuerte, lo musculoso, de un bato que “está mamado”.
“Verga” es otra navaja suiza que ha extendido sus usos. Construcciones para expresar sorpresa como “qué pedo”, “no mames” o “ah, la madre” van perdiendo la batalla frente a “vergas” o “ah, la verga”.
“Vergazo” ha condenado a la extinción a “chingadazo” y quiere el mismo destino para “madrazo”. Sólo “putazo” defiende de modo eficaz su cartera de clientes.
Incluso “madre” , la navaja suiza del español mexicano por excelencia, ha cedido territorio al viril competidor. Frases que solían terminar con “vale madre” ahora se rematan con “vale verga»; preguntas que solían ser respondidas con el tradicional “pura madre”, ahora generan un “pura verga”. “Ni madres”, otra construcción de batalla, resiste con esfuerzos ante “ni vergas”.
La acepción de “pene” se ha restringido al uso lúdico, al vacile, y los léperos suelen omitirla o sacarle la vuelta. Dicen “vas a querer…” o “date…” o la tratan de “lo tuyo”.
“Culero” avanza como un conquistador del mundo antiguo. Mantiene su uso para adjetivar aquello que está feo, mal hecho o es de baja calidad, mas su permanente campaña ha sido tan exitosa que ya plantó bandera en el extremo opuesto a la primera acepción recogida en el Diccionario del Español de México: Persona que se acobarda…
Relegó a ojete a un segundo plano y ha robado territorio a “cabrón”. Así se ha contaminado de señas como valor y arrojo, que caracterizan a tantos cabrones.
De la subida de rango de “culero” se ha beneficiado la voz “culo”. Ni “zacatón” ni “coyón” le hacen sombra a la hora de ilustrar la cobardía.

HACERSE CULERITA
A causa del empobrecimiento, permanente accionar de tijeras tanto materiales como simbólicas, la quinceañera del poniente que ha anunciado su decisión, el «hay que hacerse culerita”, no está diciendo que a partir de ahora será miedosa, vulnerable, dejada; se ha decantado por ser mala y perjudicial (ojete), malintencionada, alevosa, prepotente, hábil, violenta incluso (cabrona) porque “a los culos ni Dios los quiere”.
Muerta la discreta voz de la mujer del barrio, sobre su tumba se ha alzado una igualdad. Mujeres que colman el espacio comunitario con groserías ya no son histéricas, ya no son féminas vividas con gusto por el pedo. Se han apropiado con éxito del lenguaje masculino y del privilegio de explotar bombas lingüísticas en público de la gente.
La quinceañera que suelta el «hay que hacerse culerita» y su encorvado acompañante no hacen sino gastar y reproducir la herencia de padres y vecinos. Hablan fuerte y grosero, no como hombre y mujer, sino como actores sociales de la barriada.
Esa igualdad, sin embargo, en ningún caso representa una mejora.
Ambos forman parte de la camada que dentro de algunos años entregará a su descendencia un habla más recortado, una colección de navajas suizas cada vez más pequeña, con elementos cada vez más plurifuncionales.
Pobreza material y pobreza simbólica suelen ir de la mano, se agravan mutuamente y juntas conforman la pobreza completa. El mundo sólo lucha contra una de ellas. No importa que la otra, la descuidada, la que permite estirar al ser, caminar derecho y potenciar la igualdad, sea la que agranda el mundo.