En un mundo de monedas virtuales, colisionador de hadrones, servicios de emisión en continuo, mil y un aplicaciones…
En un mundo de técnica inmunológica, macrodatos, edición genética, AlphaZero…
Hay cosas que no cambian y que no sólo no cambian sino que aumentan sus alcances.
Así ocurre con las variedades de crucero en Torreón.
Bulevares y avenidas de alta carga vehicular son frecuentados, básicamente, por representantes de cuatro casas a la caza de calderilla: mendigos, limpiaparabrisas, músicos y cirqueros.
Cada familia explota una actividad lustrada por la tradición informal:
- Estirar la mano.
- Arrojarse (armado con el trapo, o el jalador, en la diestra y la botella de agua en la siniestra) sobre el cofre del vehículo.
- Ofrendar al respetable fragmentos de melodías.
- Ejecutar rutinas con cierto nivel de desafío.
Que la ciudad tenga decenas de arterias recargadas de tráfico no exime a estos personajes de encajar golpes, como caídas de los ingresos, enfados o angustias, administrados por la encarnizada competencia.
Atestiguar colisiones entre miembros de dos, tres o hasta los cuatro gremios adquiere el carácter de inevitable.
No hace falta un estudio profundo y dilatado de la cuestión para apreciar que, de unos años para acá, las cuatro familias (y la de los vendedores) han crecido al amparo de fenómenos como el desempleo, la necesidad, el afán de emprender.
Basta con salir a circular.
Aumento de la oferta
La casa de los músicos, esa que antes se reducía a guitarreros y cantores, registra adiciones de consideración.
Desde solistas, como un gaitero o una acordeonista, hasta bandas completas se apostan en puntos estratégicos (esos que la autoridad llama “neurálgicos”) del mapa vial.
Algunos consiguen endulzar el oído; otros aligeran la pesadez del tráfico mediante el ensueño de la canción conocida y tatuada en la memoria; los menos hábiles simplemente percuten el tambor auditivo.
El de los cirqueros es otro grupo muy reforzado.
Lejos queda el ayer dominado por el tragafuego, profesional de encender un buche como un relámpago.
Malabaristas, gimnastas, magos y equilibristas completan la nómina de este género.
A diferencia del dragón callejero, presentan rutinas poco dadas a generar asombro. En el mejor de los casos, se reconoce la sincera habilidad de los primeros (especialmente si ejecutan lanzamiento de aceros), la medida elasticidad de los segundos, el leve esfuerzo de los prestidigitadores y el tiempo invertido en dominar el monociclo.
Artistas del arroyo
Hay otra casa, la miscelánea, cuyos integrantes, por lo general, llegan, batallan un rato (como luciérnagas de corta luz y corta vida) y se retiran pronto; no hacen carrera en los arroyos.
A esta conjunto pertenecía aquel joven poeta que se situaba a las afueras del centro comercial Cuatro Caminos.
Ofrecía a los automovilistas, cuando todavía no se asentaba la nueva y aislante normalidad, impresas degustaciones de su obra.
El estilo telegráfico (Olas / Espuma / Semen) y críptico (Dos / jadeos sumarísimos / Tic toc / Mi corazón se expande / Tic toc / Crece / Jabón chiquito / Rosa Venus / Anatómica propiciación) de sus obras no era ningún obsequio ni para el paladar del lector refinado ni para el gusto de cualquier tipo de lector.
Situarlo a la derecha de McGonagall (El Tay, el Tay, el Tay, quién lo diría / Corre de Perth a Dundee todo el día) o un escalón por debajo de Julie Moore, la dulce cantante de Michigan (No llamemos líquido a todo lo fluyente), titanes de la mala poesía, sería un exceso.
Otro embajador del género misceláneo era un mimo que frecuentaba cruceros del bulevar Independencia. En un exceso de osadía gustaba de remedar los gestos del limpiaparabrisas.
Dejó de hacerlo porque los automovilistas comenzaron a remedar los gestos de quien suelta un par de monedas.

Innovación Forzada
Las cuatro en punto de la tarde. Febrero arroja ondas gélidas sobre la ciudad.
Es una tribu de siete. Dos, jóvenes, parecen ser los padres. Otros cinco, niños (uno de ellos un bebé), parecen ser los hijos.
Sus pieles, sus rostros, sus cabellos. También sus prendas, su calzado, el rebozo relleno con el menor de los infantes. Todo en ellos da la impresión de estar hecho de barro.
Los aparentes padres, echados en la banqueta, muy juntos, comparten su calor con los más pequeños de la banda. Una niña, apartada, en cuclillas, como castigada, se abraza a sí misma.
El frío retrocedió ante el avance del día, pero no fue vencido.
Dos críos, el aparente hijo mayor y una aparente hija obediente, forman una escalera humana en el carril central de la Diagonal.
El niño, la espalda recta, los pies bien plantados, sostiene el peso de la obediente que, erguida, concentrada, lanza al aire tres pelotas en correcta sucesión tantas veces como puede en veinte segundos.
Estos niños crecieron con el “kórima” en la boca, voz a la que se atribuye, erróneamente, el sentido de pedir limosna; significa compartir lo que se tiene sin pedir nada a cambio.
Como en tantas otras arenas de lucha por el sustento, para triunfar dentro del crucero de las variedades ya no basta con apelar a la generosidad.
Ser uno entre los tantos ejecutores de rutinas de semáforo en rojo exige desarrollar competencias.
Así lo han entendido los aparentes padres, o quienquiera que haya diseñado ese acto que combina fortaleza, equilibrio y coordinación mano-ojo.
Recuerdo de Esparta
Disponible en el cruce de Diagonal Reforma y calzada Las Palmas, la escena de la tribu despierta el recuerdo de la polis de Leónidas.
¿Cómo se endurecía a los críos en aquellos días de rivalizar con Atenas y batallar al persa?
Entre otras prácticas, los mandaban al mundo poco abrigados para forjar su resistencia al frío; los organizaban en bandas y los privaban de alimentos (debían conseguir su pan aunque tuvieran que robarlo y si robaban y eran atrapados los castigaban no por rateros sino por haber sido pillados); cualquier adulto podía disciplinarlos con la vara que desgarra la piel.
Cada niño espartano debía ganarse su lugar en la polis.
Ese infante que hace de soporte y la menor sobre sus hombros cumplen una misión similar. Deben probar su valía, demostrar que merecen un lugar dentro de la comunidad familiar, o, cuando menos, que no representan una carga para los suyos.
En realidad, el trabajo infantil está más extendido de lo que la sociedad desea observar,
Cabe mencionar que en Esparta, los niños con mala salud o que no superaban el examen físico de los mayores eran abandonados en despoblado.
En nuestros tiempos, más civilizados, ¿quién no ha topado de frente con un crío con defecto de fábrica puesto a mendigar en algún punto muy transitado del mapa urbano?
A partir de cierto nivel, socioeconómico, cultural y de violencia doméstica, muchos jóvenes (y niños) reciben de sus padres (o cuidadores), la invitación, cuando no el mandato ineludible: salir a chingarle.
“Ahísta la calle”, dicen los más radicales y señalan hacia la puerta, cuando no la abren de par en par.
Satisfacerlos significa, en efecto, salir a la calle a chingarle un veinte.
Opiniones afiladas
Una limosna por el amor de Dios fue la postrera pieza concebida por el genio de Agustín Barrios, guitarrista paraguayo también conocido como Nitsuga Mangoré.
Cuenta la leyenda que la obra fue inspirada por una anciana que frecuentemente iba a la casa del compositor y soltaba el llamado a ser solidarios con ella.
Las notas iniciales, muy lentas, representan los golpes en la puerta. Superados los primeros acordes, comienza la melodía, impar homenaje dedicado a una menesterosa.
Estos párrafos ven de lejos las cumbres que sí alcanza, incluso supera, la partitura del paraguayo.
Sucede que se han visto afectados por opiniones de algunos automovilistas cuyo sentido crítico andaba muy afilado cuando fueron entrevistados.
“Yo no les doy”, dice uno, tajante. “Si los viera a las nueve de la mañana, en chinga como uno, sí les daba, hasta su cincuentón, y con gusto, pero no, llegan a las once, o más tarde”.
Otro sólo le da a los limosneros que llevan la cruz de un impedimento físico. Tiene la impresión de que “les va muy bien, mejor que a mí”.
Otro relata que una vez tuvo la idea de asaltar a un pordiosero con discapacidad. Circulaba por el Independencia. Iba estresado, necesitado, la aguja del tanque se clavaba en sus ojos. Cada segundo de semáforo, le dolía. Entonces lo vio, tan joven como minusválido.
Delante del mueble del relator había una camioneta y un coche mediano. El conductor de la troca soltó un billete de 100 pesos; el del segundo vehículo, un veintón.
Uno de cien y uno de veinte, más que suficiente para apagar la sed de combustible, y el incendio de necesidad en sus entrañas.
Cuando el muchacho se acercó a su ventanilla, pensó en lo fácil que sería. Se limitó a decir: “A la vuelta, mijo”.

Competir por el varo
“Sé tu propio jefe”, “Elige tu horario”, “Gana lo que quieras”, seductoras fórmulas del credo emprendedor (tan en boga en esta era del rendimiento) son viejas conocidas de los perseguidores de calderilla.
Tanta bondad, sin embargo, se diluye cuando las manos que piden, limpian, interpretan y lanzan coinciden en un palmo de vialidad. Ocupados informales y limosneros parecen gambusinos entregados al acto de introducir sus respectivas bateas en el cuerpo del arroyo, uno que suelta pepitas de bronce.
Pasa, por ejemplo, donde la calle Zacatecas (colonia Granjas San Isidro) desemboca en el bulevar Independencia.
Allí, la búsqueda del varo brinda, de forma recurrente, un espectáculo de libre competencia que haría las delicias de la Cofece.
Un invidente, el más constante filtro de suelto, sólo interpela a los automovilistas que se detienen cerca de la banqueta. Ceguera, el largo del bastón y el sentido de autopreservación restringen su actividad.
Por el centro del arroyo, entre las dos hileras de vehículos, avanzan, uno detrás de otro, un gaitero y un masculino ya maduro cuya silla de ruedas lleva motor humano.
El músico y el minusválido no sólo compiten entre sí. Detrás de ellos aparece el oportunismo de un vendedor que, canasta en mano, ofrece al respetable botana con forma de cacahuates, chicles, semillas, paletas y demás.
En un mundo de cruceros espaciales, automatización a ultranza, no-cosas, tours holográficos, etcétera, hasta el sencillo acto de ganarse la vida en los cruceros exige ser disruptivos.