Escenas al interior de un camión de ruta

arrimón llegue camiones
Escena del camión de la película italiana 'Quella età maliziosa' de 1975.

“No llevas vacas, güey.” La voz estalla al fondo del camión. Es una voz sin rostro, anónima, o mejor dicho, la queja de la carga, usuarios convertidos en paquetes sin la etiqueta de frágil.

Poco importan al operador el grito, su repetición, y los “ay” proferidos cada que el esperpéntico vehículo supera un alto bordo o un bache profundo.

Tres tareas colman el entendimiento del chofer: cobrar, ganar pasaje, cumplir a tiempo sus citas con los relojes checadores.

Que trabaja propiedad ajena, se nota fácilmente. Su temeridad al acometer tanto reductores como hoyos basta para explicar el aire destartalado de la unidad.

Ir sentado no garantiza comodidad, sólo representa una tortura menos ardua que viajar de pie.

En el pasillo, los individuos se han perdido, fundidos en una masa compacta, uniforme, intransitable.

Dentro de ese conglomerado, los sujetos coquetean con violar la regla de la impenetrabilidad. Torsos, piernas, brazos, mochilas, bolsos, pies, cabezas, en un momento ocupan su sitio regular y al siguiente ya están en otros cuerpos.

Apretones inmisericordes no sólo desplazan partes humanas y objetos, exigen que vayan superpuestos o que un organismo asimile apéndices de sus pares… Muchas veces obligan a los volúmenes a ocupar el mismo espacio.

Quien tiene dificultad para imaginar criaturas aberrantes, dignas de Lovecraft por ejemplo, haría bien en abordar un ruta Hamburgo-San Antonio después de las siete de la tarde.

Tomada del muro Camiones Urbanos de Torreón

Pesadilla regular

Todo comenzó donde hacen base los Torreón-Gómez-Lerdo verdes: calle Acuña, entre Hidalgo y Presidente Carranza.

El primer augurio, uno nefasto, fue la espera. Cerca de media hora de vida se perdió en esa banqueta.

Cuando el camión hizo alto, 38 de sus 42 asientos fueron reclamados en segundos.

Aquello no era suficiente premio para el operador. Esperó. Llegó más gente. Los nuevos empezaron a formar una represa al centro de la unidad.

Subieron más. Se activó el cuarto protocolo de los choferes, dificilísimo de cumplir para los de esa raza, puesto que reclama una dosis de amabilidad: pedir la cooperación de sus víctimas usuales.

“Pásele p’trás”, dijo, “atrás hay lugar”, siguió, “pásele p’trás, por favor”, insistió.

Subieron de uno en uno. El desfile de anatomías fue perdiendo agilidad. Los espacios comenzaron a escasear. Aquello era como presenciar una partida de Tetris humano en la que el jugador está a punto de perder.

Al pasar frente al Mercado Juárez, quienes iban de pie todavía eran seres reconocibles. En la esquina de la avenida Morelos, subieron más. Las fisonomías se fueron desvaneciendo. Para cuando la unidad cruzó el bulevar Independencia, cualquier límite había sido abolido.

Nació una bestia. Primero adoptó la forma de un ciempiés, armado con eslabones tan irregulares como oscurecidos por fuerzas sombrías: la llegada de la noche y el opaco interior del colectivo.

Aquel animal tenía dos colas y ninguna cara. La primera de aquellas iba aplastada contra el fondo de la unidad; la segunda era un trasero colgado del pasamanos; parecía, cosas de la perspectiva, un bamboleante grano de mezclilla brotado en la lámina lateral del camión.

Ya en Gómez Palacio, en el primer tramo del bulevar Rebollo, el ciempiés fue adelgazando y, en un momento dado, como si experimentara una extraña e inexacta mitosis, se partió; primero en dos seres asimétricos, cada uno con varios pares de brazos y de cabezas, y torsos aún robustos; luego, en tres o cuatro bestias más accesibles, sin tantas extremidades y con uno que otro rasgo definido.

Al llegar a la Urrea, a los semáforos de la central de abastos, se extinguieron los últimos siameses de ocasión.

El aire que entraba por las ventanas limpió cualquier rastro de la extinta mezcolanza; algunos olores, cabe mencionar, eran misteriosos, otros, sumamente inquietantes.

Espectáculo de media espera

Viajar en camión es, en esencia, esperar: a que llegue la unidad, para abordar, para acomodarte en un lugar, y hasta llegar a tu destino.

En esta sala móvil de tortuosa espera, los libros son raros.

La mayoría de los usuarios se enfrasca en la enésima revisión de la vida virtual. Bajan la mirada y se entregan al escrutinio de redes sociales, o bien a la correspondencia instantánea.

Con celulares o sin ellos, viajar en camión sigue siendo esperar, trámite más o menos incómodo, objeto de largo o corto aburrimiento. Esto último ha sido comprendido por gente necesitada, emprendedores y embusteros.

¿Qué hacen? Brindan el servicio de suspender la deriva solitaria; introducen una suerte de espectáculo de medio tiempo, un acontecimiento; interrumpen la espera; son un paréntesis que se abre y se cierra con mayor o menor fortuna.

Hoy ha subido al escenario movedizo un joven rapero. Habla de pobreza, se dice estudiante, no quiere delinquir, prefiere exhibir sus dotes para el estilo libre y ser recompensado con lo que sea su voluntad.

Solicita palabras al azar a una joven, a un hombre maduro y a una señora. Amistad, esmero y cabeza son las elegidas.

Procede. Reproduce una pista en el celular. Rima el primer vocablo con “verdad” (siempre dice la verdad), el segundo con “quiero” (trabajo por los que quiero) y el tercero con “fuerza” (y mi voz tiene la fuerza).

Cerca del final de su demostración, ay de la falibilidad de los humanos, rima “valgo” con “valgo” y “llena” con “llena”. Despiadada, la crítica modera su calificación. La moneda, que era de cinco pesos al inicio, se convierte, irreparablemente, en una de dos varos.

Con todo, la actuación del chico ha sido aceptable. Mucho mejor que la visión del hombre que exhibe la bolsa de colostomía o que el cuento lacrimógeno de un borrachín del sector Alianza cuyas hijas llevan más de una década velando a su difunta madre.

Cartelera de la ruta

La aparición del rimador es una bocanada de aire distinto en la escena musical de las rutas, dominada por guitarreros y cantantes con bocina al pecho.

Son voces que amenizan el silencio ritual mientras el camión devora, por enésima vez, bulevares y avenidas de la urbe.

Éxitos de Julio Jaramillo, Roberto Carlos, el Buki, el Potrillo y novedades del género de banda conforman el repertorio básico de los músicos de pasillo en tránsito.

Puede afirmarse que cada interpretación, al ser ejecutada entre saltos y el deleznable paso de personas que no se avienen a postergar la búsqueda de un asiento o el descenso de la unidad, es una pieza única e irrepetible.

A últimas fechas no se han reportado avistamientos de cumbieros que emplean una botella de Fanta como güiro.

Mención aparte merece Misama Mujama, el payasito gay. Suele perpetrar su rutina cómica en los Campo Alianza. Al inicio dice que ni él ni su novio son homosexuales. Luego, asigna el papel de novio a un pasajero, o bien al chofer del camión. La contribución del usuario, o del operador, consiste en negar cualquier vínculo homoerótico. El payaso finge resentimiento y le espeta: <<Bien que anoche decías “rostízame, mi amor”>>.

Los demás chistes son igual de poco graciosos. Punto a destacar es el cansancio en los ojos del payasito gay, ¿Cuál será la causa? Seguro que no se debe a pasar la noche, a la luz de una lámpara, entregado al acto de formular chistes divertidos.

No voy en bus, voy en camión

Las autoridades los llaman autobuses. Así los nombran cuando hablan de programas para modernizar el servicio o del oscuro tema de las concesiones.

Quienes tienen carro, ni los nombran.

El resto, especialmente los usuarios, los conocen como camiones.

Debe reconocerse que, de unos años para acá, en Torreón circulan, en buena cantidad, unidades decentes, conducidas por operadores menos propensos al acelere indiscriminado.

A consecuencia de esa renovación, los pasajeros que deben trasladarse de un punto a otro del bulevar Revolución pueden optar por abordar un autobús o un camión.

En términos de tarifa, la diferencia es de dos pesos: trece contra once.

En términos de comodidad, hay un abismo de distancia tanto si viajas sentado como de pie, siempre y cuando la explosión demográfica no haga de las suyas.

Para ilustrar con nombres propios lo anterior, una cosa es subir a un hospitalario La Joya Sol de Oriente y otra muy distinta treparse a un rústico Matamoros.

Tomada del muro Camiones Urbanos de Torreón

Miniatura de pueblo

El colectivo, para bien o para mal, hace las veces de punto de encuentro. A partir de él se forjan relaciones de complicidad, que quizás nunca lleguen a extenderse al plano de un saludo, mucho menos de la plática, con rostros recurrentes.

Cuando la demora invita a temer que el último camión ya salió a cumplir con el último recorrido de la jornada, basta con atisbar a un usuario sí identificado para tranquilizarse.

Dicha tranquilidad corre de dos maneras; primero, te convences de que no es tan tarde como creías, por tanto, hay esperanza; segundo, el peor de los escenarios, hay alguien con quien puedes compartir el costo del taxi.

La muchedumbre aglutinada en el pasillo fomenta, obliga y disimula encuentros cercanos al sur de ombligos y espaldas.

No es común que se trate de algo consensuado, como lo de aquella escena entre Paola (maravillosa Gloria Guida) y Napoleón (Nino Castelnuovo) en Quella età maliziosa.

Dulcificado con las voces sonoras y jocosas de “arrimón” y “llegue”, ese acoso, por lo general, se materializa como una imposición que la víctima tolera dado que no hay para donde hacerse.

Así se mueve la voluble masa, así son los trasladados comunitarios, así discurre, con sus buenos hábitos, como ceder el asiento a los adultos mayores, y sus vicios, como la agresión de la música a todo volumen, esta miniatura de la sociedad. Bajan.

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