Por Francisco Valdés Perezgasga
Este lunes de puente volví al Cañón de Fernández. Solo. A visitar parajes entre Nuevo Graseros y la Presa Francisco Zarco.
Estos viajes, confieso, no los hago con un fin específico. No me armo de lo que ya conozco ni de lo que he vivido.
Llego rendido, sin armadura, con las defensas abajo. Llego dispuesto a que el sitio entre en mí, de nuevo. Igual y diferente.
Llevo el oído listo. Lo que me queda de vista. El tacto, el olfato y el gusto para lo que se atraviese o para lo que se ofrezca, que a menudo son lo mismo.
Este viaje lo hago recién pasada la tormenta desatada por nuestro intento legal —y un tanto ingenuo— en defensa del Cañón de Fernández con las herramientas que a los ciudadanos nos da la ley.
Las presiones, los insultos, las descalificaciones de tantas voces. Las llamadas de amigos y amigas, de desconocidas y desconocidos que con las mejores de las intenciones nos pretendían decir lo que teníamos que hacer. Las puertas cerradas de tantos medios. Los ataques calculadamente mentirosos de legisladores y políticos.
Todo conspiraba para provocar un torbellino que en momentos provocaba el agotamiento y nos asomaba al precipicio del desánimo.
Nos salvó la rebeldía y la inteligencia colectiva de las compañeras y de los compañeros de Prodefensa del Nazas.
Nos salvamos colectivamente y pudimos diseñar una estrategia de salida ante unos embates del poder que nunca antes habíamos experimentado. Una salida digna y defendiendo la naturaleza, precisamente la razón que nos llevó a entrar en ese torbellino.
Esta visita fue para mí, parafraseando a Andrzej Wajda, ir al paisaje después de la batalla.
Sirvió ir en lunes, pues los parajes estaban desiertos de paseantes. Sin el ruido de estéreos o racers. Tan solo con el borboteo de la corriente brincando algunas piedras.
Iba, repito, sin preconcepciones, desarmado. Abierto. No creo que haya otra manera de abordar genuinamente a la naturaleza.
La única interfaz que me permití fue la cámara que me ayudaría a captar lo que mi ánimo descubriera.

El Faro de los Arturos solo. Un par de vacas tristes a la mitad del río. Una troca proveniente del Rosetal. Los primeros patos migratorios, los patos golondrinos acompañados de los residentes patos mexicanos. Garzas al acecho de los peces. Martines pescadores en un vaivén por el aire fresco del amanecer.
En mi segunda parada oigo disparos. Los ecos del trueno rebotando por las paredes de los cerros del cañón pueden desorientar, aunque parecen provenir de la presa. Me muevo hacia el Reliz de los Venados, sitio abierto donde podría estar el cazador furtivo. Nada.
De nuevo la placidez y el suave sonido de la corriente mansa. Una vaca negra y su negro becerro se confunden con las sombras del fondo. De nuevo garzas. Dos patamarillas muy ocupados buscando comida entre las piedras. Vienen desde Canadá y Alaska y pasan aquí el invierno.
Haciendo sus agudos ruidos pasan tres alzacolitas, que reciben su nombre por el cómico bamboleo mientras buscan alimento en las orillas del río. Otros visitantes del norte.
Unos llamados agudos y cortos desde un ahuehuete de la orilla llevan mi vista a un águila pescadora.
En la mañana veo un total de tres de estas rapaces imponentes que también vienen del norte y están entre nosotros de septiembre a mayo.

Una visita quizá reparadora, que reafirma mi convicción personal de seguir defendiendo al Cañón de Fernández de tantas amenazas y agresiones. Sin que importen los nubarrones de posibles futuras tormentas.
Un lujo atestiguar esa mañana de lunes los ciclos eternos de la vida. El pulso del planeta Tierra en el árido rincón en que vivimos.
Asombrarse con la magnitud de la importancia continental de este rincón de río y montaña en el corazón del árido Desierto Chihuahuense no puede sino a mover al amor y a salir en su defensa.
Fotos: Francisco Valdés Perezgasga