Casi nadie recuerda el día que mataron a Gavira.
Fue asesinado el 23 de octubre de 2006, fecha que no figura, no todavía, en las efemérides de la ciudad.
El día que mataron a Gavira, ese día y no otro, llegó la violencia del narco a Torreón.
En años recientes he leído, más por gajes del oficio que por genuino interés, textos sobre matanzas de los años infaustos.
Ferrie, Italia Inn, Juanas, Premier, La Favorita… son nombres que se repiten una y otra vez en recuentos y notas testimoniales que la prensa suele infligir con cierta regularidad a sus lectores.
Nadie menciona que el punto de partida fue el día que mataron a Gavira.
El lector puede objetar que la industria del luto ya estaba operando en la demarcación y en los municipios aledaños.
Razón no le falta.
La bestia ya estaba formada y crecida. Sin embargo, guardaba silencio, actuaba disfrazada como delincuencia común, ajustaba cuentas de forma discreta.
El día que mataron a Gavira el narco rompió su voto de silencio. Gritó “presente”. Lo gritó 17 veces, esto sobre el cuerpo de Gavira, y luego cinco veces más, esto sobre el cuerpo de Elfego, abogado y cuñado de Gavira.
TESTIGO PRIVILEGIADO
No estoy solo en mi recuerdo del día que mataron a ese joven facineroso.
Hace unos días, mandé un mensaje a Griselda. Me respondió al instante. Ella, que era reportera cuando su servidor hacía las veces de corrector de notas en un medio local, recuerda mejor que yo aquel 23 de octubre.
Venía de cubrir sus fuentes gomezpalatinas.
Iba por la calzada Lázaro Cárdenas, del municipio duranguense, para ingresar a Torreón por el vado del río Nazas (en ese entonces no existía el puente Falcón), cuando vio el Cirrus negro.
Qué suerte tuvo. Los sicarios ya se habían ido y los polis aún no llegaban.
Pensó que había ocurrido un accidente; puesto en términos periodísticos, una nota fácil como la tabla del uno.
Detuvo el vehículo y se bajó a revisar. El Cirrus estaba abandonado. Comenzó a caminar por los alrededores. Reparó en su error cuando encontró el cuerpo.
Elfego, su cadáver, estaba boca abajo. La sangre seguía manando de él, como si huyera de los restos incendiados del que había sido su hogar.
“Acababa de llover, sobre la tierra mojada se apreciaba muy bien el vapor de la sangre.”
Distinguió uniformes azules del lado de Torreón.
“Aseguraron el área. Me acerqué a la zona que delimitaba la cinta policíaca. Como venía del lado de Gómez, no me dijeron nada.”
Confirmó su error al ver los sesos de Gavira.
“Fue el primer cráneo con los sesos de fuera que vi en vivo y no en película. Estuve ahí cuando voltearon el cuerpo y lo revisaron. Hallaron su credencial.”
EL RELATO OFICIAL
Gavira fue detenido la madrugada del 22 de octubre. Traía consigo 19 grapas de cocaína, una por cada año de vida.
Aún no había alcanzado la veintena y ya sabía lo que era participar de robos armados, escapar de una correccional y disparar a sangre fría (el balazo hirió en el cuello a su víctima y ésta, de algún modo, consiguió resistir hasta la llegada del auxilio médico).
Cuenta la leyenda que, dinero de por medio, consiguió librar el cargo por posesión, pero no fue liberado de inmediato. Los familiares de Gavira atribuyeron la demora entre el depósito y el efecto deseado a la consabida regla de que en domingo ni las gallinas ponen.
El 23 de octubre, Perla Karina, hermana del joven rijoso, y Elfego fueron por Gavira. Salieron de la Unidad Mixta de Atención al Narcomenudeo, en la zona industrial de Gómez Palacio, a eso del mediodía.
Gavira y Elfego abordaron el Cirrus negro. Perla conducía un Stratus verde.
Ya los estaban esperando. Ninguno la libró.
Menos de 48 horas después de la pública ejecución de Gavira, en Congregación Hidalgo (localidad de Matamoros, Coahuila, al oriente de Torreón), la autoridad recogió el tercer cuerpo.
Perla recibió cuatro disparos, uno de ellos en la cabeza. Era un año menor que su carnal.
Cuando mataron al facineroso y a su abogado, nuestro director de noticias dijo: “Esto es el inicio de una fuerte ola de violencia”.
Nadie imaginó que la profecía se quedaría corta. Nadie anticipó el tamaño del tsunami, la intensidad de la tormenta de balas, lo doloroso que sería el paso de la bota narca por suelo lagunero.
Desde el día que mataron a Gavira, el crimen organizado empezó a bailar una polca sobre el pueblo torreonense.

ACOSTUMBRADO A LA VIOLENCIA
Nacer y crecer en el poniente de Torreón te obliga a llevar una relación cercana, a veces íntima, con la violencia.
Doméstica, escolar, de pandillas, psicológica, física, con arma blanca o de fuego, contra el propio y el ajeno, lúcida, embriagada, drogada, en forma de amenazas o de golpes… a muy temprana edad la violencia ya me había mostrado demasiados de sus rostros.
Vivíamos en la colonia Libertad, entre el Cerro de la Cruz (al oriente) y la Benito Juárez (el Cerro Azul).
De entre las piedras cerriles brotaban dos grupos. Tarzanes y salvajes, así se hacían llamar, se odiaban por razones que desconozco.
La ruta más corta para viajar de un barrio a otro, la avenida del Trabajo, de la Libertad, era su campo de batalla.
Nativos del Cerro Azul, los salvajes se congregaban en el extremo poniente de la vialidad; sus contrapartes hacían lo propio en el extremo opuesto, en la calle de las Petroleras.
A la voz de los líderes, las tropas corrían hacia el enemigo.
Lamento nunca haber presenciado una batalla completa. Obedecer las recomendaciones de los adultos me privó de conocer los resultados de esos combates. Los mayores decían cosas como “quítese de ahí” o “váyase a su casa que le van a dar un catorrazo”. Y yo me iba. Caminaba hacia la seguridad con el reojo estirado al máximo en el intento de registrar un último aspecto de la riña.
Esa era mi violencia favorita. Había otras. Un día, en la primaria, dos amigos y yo peleamos con los abusones del quinto A. Teníamos más extremidades que ellos; en peso, estábamos igualados; el enemigo nos aventajaba en poder de fuego.
Gerardo, criado en territorio salvaje, y yo nos encargamos de Horacio, la mitad delgada del binomio acosador. César, tarzán de cepa, se encaró con Tomás. Nuestra estrategia dio resultado.
SIEMPRE PUEDE EMPEORAR
Casi todos los rostros de la inseguridad que experimenté mientras crecía no fueron de mi agrado. Algunos dejaron marcas profundas.
Era tan común toparme con la violencia que llegué a la adultez temprana seguro de que estaba inmunizado contra ella.
Cuando mataron a Gavira no vi su muerte ni la de su cuñado ni la de su hermana como una violencia distinta.
Habían muerto, sí, esas cosas pasan. Era evidente que ese muchacho andaba en malos pasos. Por eso fue masacrado una hora después de salir de la custodia policial.
¿Cómo imaginar que para ese momento la plaza ya estaba tomada?
La industria del luto ya había sido instalada y echada a andar.
De ahí en adelante, Torreón se convirtió en una fábrica, una más, de hechos aislados.
Releo las declaraciones del entonces procurador de Justicia de Coahuila, Jesús Torres Charles.
“Los tres asesinatos podrían estar ligados al narcotráfico”, dijo horas después de que se encontró el cuerpo de Perla Karina.
“Aquí no van a pasar”, dijo una semana después de las ejecuciones en el vado.
Qué pronto fue superado el cómodo guion del “podría” y qué pronto quedó claro que los aludidos no necesitaban pasar. Ya estaban dentro, no como invitados. Habían comprado las llaves de la ciudad.
LLORAR Y SEGUIR
Dicen que uno se acostumbra a todo, incluso a lo malo. En realidad, uno no se acostumbra, más bien se convence de que las cosas irán bien.
Las primeras balaceras espantan, los primeros cuerpos impresionan, los mensajes colgados de puentes invitan a pensar que, en efecto, el problema no es con nosotros sino “entre ellos”.
Ni siquiera cuando la muerte de los otros se convierte en la muerte de los propios cambia nuestra percepción de la violencia.
De nada sirven las señales, empezando por las tumbas de nuestros muertos.
Eran parte de la camada del barrio, crecimos en la calle, jugamos juntos al fútbol, los juramentos de amistad nos hicieron cómplices en las travesuras más atrevidas. Fueron la familia elegida por uno y ni la industria funesta pudo cambiar eso.
Los vimos desvanecerse en aquella violencia laboral, con sus armas y sus drogas, con su robar, secuestrar, matar, etcétera.
No hicimos nada por ellos. Ocupados en nuestros asuntos, ¿cómo voltear a mirar con detenimiento a nuestro prójimo, no, a nuestro amigo de toda la vida y cómo notar la descomposición progresiva en su interior, una que en apenas un par de años depositó su cuerpo bajo el mármol?
Sabíamos del peligro que corrían y cuando ese peligro los convirtió en carne molida sentimos alivio. Por fin podíamos llorarlos y seguir con nuestras vidas.
Sí, nuestro papel como deudos de la industria del luto consiste básicamente en llorar, extrañar y desear que las cosas hubieran ocurrido de un modo distinto.

FATAL EFEMÉRIDE
Muchos piensan que la violencia del narco llegó a la ciudad el día del atentado contra Carlos Herrera.
No, aquello comenzó ese 23 de octubre, en el vado del río Nazas.
El cuerpo de Elfego quedó del lado de Gómez Palacio, el de Gavira, en suelo torreonense. Ese fue otro aviso de lo que vendría para las dos ciudades.
Cuando mataron a Gavira se cruzó un límite que en los años siguientes fue superado de forma sistemática. El listón alcanzó cotidianamente nuevas alturas de atrocidad.
La muerte de los otros, la muerte de los nuestros, las matanzas en el Ferrie, Las Juanas, la quinta Italia Inn, todo comenzó el día que mataron a Gavira.
Hoy, no sorprende leer o escuchar reportes de ejecutados con saña mayor (los métodos empleados son de sobra conocidos).
Extraño la candidez con la que escuchaba las declaraciones de fiscales, alcaldes y gobernadores.
A más de 15 años de aquello, es fácil apreciar que cuando Gavira cayó acribillado, la suerte ya estaba echada.
Ya habíamos sido conquistados, sólo faltaba dejar en claro cuán sometidos estábamos y reiterarlo, día tras día, durante años. Y ahí seguimos, bajo la bota.