“Baila conmigo hasta el final del amor”, canta Leonard Cohen.
La pieza dura cuatro minutos y medio; la invitación que entraña, en cambio, puede extenderse lo que dura una llama doble, el amor de dos.
Al fondo se mueve el Eros, la Vida, hoguera que resiste frente a la oscuridad del Tánatos.
En cierto modo, el Eros comparte rasgos con la base musical: sobre ambos se alzan voces y arreglos que cautivan, estremecen, duelen, transforman… y muchas veces pasan desapercibidos.
Detectar la presencia del dios vital en la canción es posible gracias a que el autor no ocultó la simiente de su obra.
La Solución Final está en el origen de la composición. Cohen nunca olvidó la historia de un cuarteto de cuerdas que era obligado a interpretar repertorio clásico mientras, en la habitación de junto, los suyos recibían baños de fuego.
Saber esto cambia la percepción del violín en llamas, de ese bailar a través del pánico; la letra entera no vuelve a ser la misma.
SI LO PIENSAS
¿Cómo imaginas que será tu muerte? Cuando alguien suelta esa pregunta inmediatamente después de presentarse como periodista, se genera una resistencia, acaso involuntaria, salta un pequeño resorte de autoconservación.
Luego, sobrevienen inquietudes: ¿qué hace un periodista preguntando esto?, ¿no debería estar investigando algún acto de corrupción o temas de actualidad?, ¿por qué no me pregunta si tengo agua en mi colonia o si ayer pasó la basura por mi casa?, ¿qué le importa saber cómo imagino que será mi muerte?, ¿a quién le importa eso?, ¿quién querría leer sobre eso?
Reaccionar así ayuda a postergar el momento en que uno se enfrenta de nuevo a la cuestión, a la tarea de describir ese momento, acaso más privado que el sexo y sin duda mucho más solitario.
No le gusta, a la cabeza no le gusta pensar en la muerte, mucho menos visualizarla con cierto grado de detalle.
Entra en acción la vivencia cercana, pero la muerte de los otros, cercanos o conocidos, se queda, por lo general, en el nivel de la memoria literal. Pocas veces da paso a una experiencia de la muerte, a una memoria ejemplar.
Quien no ha sido ni siquiera rozado por la pérdida, recurre al machote mental provisto por la educación, no la de las aulas sino la informal: relatos, escenas de series o películas, alguna fotografía, lo que uno va pizcando por ahí.
De un modo u otro forjamos una imagen optimista: “En casa, en cama, rodeado de los míos”, respuesta bastante extendida y legitima aspiración donde la haya.
El entrevistador se abstiene de hacer comentario alguno. Da las gracias y se despide.
Los entrevistados, por lo general, no lo dejan ir. Necesitan un porqué.
¿ES UN PRIVILEGIO?
Privilegio (según la RAE):
Exención de una obligación o ventaja exclusiva o especial que goza alguien por concesión de un superior o por determinada circunstancia propia.
Más accesible es la definición recogida por el Diccionario del Español de México:
Facilidad especial que se concede a alguien para que haga cierta cosa de determinada manera.
Las industrias del luto, como la enfermedad y la violencia, desde sus expresiones más logradas (pandemias y guerras mundiales) hasta su moneda corriente (fallecimientos ligados a males crónicos o a la inseguridad), nos enseñan insistentemente que morir en casa, en cama, rodeado de los míos es una facilidad que no se otorga a cualquiera, un escenario improbable.

INDUSTRIAS DEL LUTO
Factoría de fallecimientos, la Covid-19, acumula más de 317 mil muertos (dato del gobierno mexicano al 26 de febrero).
Síntesis recurrente de los deudos del coronavirus: enfermó, lo llevamos al hospital, ingresó a la zona covid, ya no volvió a nosotros, no pudimos despedirnos, no pudimos velarlo, donde había amor quedaron cenizas.
Tan duro como suena (y como es), tan triste como parece (y como es), la defunción por coronavirus, tragedia por entregas, posee al menos un rasgo amable: la posibilidad de articular un relato.
Narrar la muerte del ser querido, así sea de forma breve, con trazos cortos y directos, proporciona algún alivio.
Esa característica abre una distancia insalvable con otra industria luctuosa muy activa en suelo patrio.
La violencia criminal lleva más de una década y media devolviendo polvo al polvo con osada familiaridad.
México cerró el ejercicio 2021 con 51 mil 283 homicidios y 1 mil 004 feminicidios.
Síntesis recurrente de los deudos de la también llamada inseguridad: lo mataron.
Enterarse de que un ser querido fue baleado, encobijado, colgado, descuartizado, etcétera, impresiona, humilla, desarticula, derrumba.
Incapaz de reunir aliento, sanar un poco y reconstruir parte de la fuerza, el deudo no reporta pormenores de su visita al fondo del abismo, no existe distancia alguna entre él y la desgracia.
¿Qué hay para decir? ¿Quién necesita saber que fue masacrado?
ISLAS CALLADAS
Las industrias infaustas llegan a inhabilitar los resortes de la autoconservacion, lo que acarrea más defunciones.
Pasa con padres y madres que, encerrados en su dolor, aislados, sin luz alguna, simplemente se marchitan. No sobreviven a la pérdida. De ellos se dice que bajaron a la tumba al mismo tiempo que sus hijos.
Son defunciones no registradas de la violencia, no cuentan como dato, no valen como cifra; muertes obviadas, quedan excluidas del informe titulado Víctimas de Delitos.
¿Cómo salir de la tumba de quien nos fue arrebatado? ¿Cómo fugarse del pequeño y oscuro cuarto del dolor?
Una forma es abrirse, articular el relato de la pérdida y compartirlo.
Cuando un deudo se abre tiende una mano, y esa mano llama a otros que sufren un dolor nacido en circunstancias similares, acaso idénticas; les dice que hay un poco de luz adonde hacerse, un rincón al que no llega la sombra de sus muertos.
LA EXPERIENCIA DEL DOLOR
Fugarse del penar convierte la vivencia en experiencia.
A diferencia del inamovible sufrimiento, la experiencia puede manipularse, trabajarse.
Aunque sea mínima, la actividad que se opone a la inercia dolorosa permite al deudo distanciarse del yo, requisito indispensable para avanzar hacia dos descubrimientos:
1) La noche que lo cubre tiene orillas.
2) Los fragmentos de su ser roto no están tan alejados unos de otros.
Relatar la pérdida enlaza dolores, hermana en el sufrimiento.
El deudo descubre que abundan copias de su desgracia; comprende que inseguridad, pandemia, las industrias infaustas en general, engendran ruinas paralelas.
Con la identificación nace la opción de hacerse compañía, hablar y colaborar en la reconstrucción de sus personalidades.
CULPA Y SILENCIO
Enfermedad y violencia producen, al menos al inicio, la muerte de los otros.
Por ello, la postura inicial frente a esas industrias suele ser: mientras no toquen aquello que me es cercano, estoy en paz con ellas.
Los discursos oficiales ayudan al individuo a mantener esa neutralidad.
En el caso de los muertos por la pandemia, la responsabilidad se reparte entre todos los miembros del colectivo. El virus brinca de un organismo a otro porque se irrespetan las medidas precautorias.
Más de cinco millones de contagios confirmados dicen que el mandato clínico no ha sido obedecido.
Toda la sociedad ha contribuido a saturar los hospitales, agotar las posibilidades de atención médica y mantener encendidos los crematorios.
Sin embargo, en un pueblo de culpables, en realidad, nadie carga culpa alguna.
Con la inseguridad, se promueve el silencio.
Hay muertos sí, pero son hechos aislados, ajustes de cuentas, ropa narca lavada en casa. No hay nada más que contar. La ciudadanía no debe preocuparse, cada homicidio afecta solamente al exclusivo círculo de quienes lloran esa muerte.
Visto con el filtro de los políticos, el hecho aislado es como un árbol talado en el bosque cuya caída duele solamente a los más cercanos a él, aquellos que lo plantaron o crecieron junto a él en suelo duro y lo amaron, desde la raíz hasta lo más alto de su copa; aquellos que lo vieron padecer una sed cruenta y torcerse con tal de agarrar más lluvia; aquellos que comieron sus frutos y abrazaron sus sombras.
Romper con el silencio que impone la desgracia posibilita articular el relato.
Esa narración no necesariamente debe hacer eco del modo en que murió el ser querido; basta con relatar la experiencia del dolor.
Las palabras del deudo encuentran abrigo en quienes sufren de un modo similar; otros pechos que albergan pena semejante se revelan cajas de resonancia.
Los cerrojos que los aprisionan se abren, primero, como flores negras, luego, como espacio vacío, así queda visible la imagen terrorífica, esa que el discurso político y la revictimización del caído pretenden encubrir: es el bosque el que está siendo talado.

EL FINAL DE LA CANCIÓN
Cuenta una mujer:
“Mi madre murió cuando yo tenía 15 años.
El médico nos dijo que la lleváramos a casa (como quien dice “ya no podemos hacer nada”).
Todos pudimos despedirnos de ella, y acompañarla hasta el final.
Recuerdo que mi madre extendió su diestra, como quien busca contacto, una mano cercana, una piel cálida, un rostro amado.
Yo era quien estaba más cerca. Toqué su mano y al instante comprendí lo que deseaba.
Murió en mis brazos”.
Ese morir en casa, en cama, rodeado de los míos, quizás no sea trama emocionante o de interés para el lector de ocasión.
Desahuciado y deudo, en cambio, encuentran en ella una despedida amorosa y una importante fuente de alivio de forma respectiva.
La enfermedad lleva mucho tiempo apartando al moribundo de un escenario familiar para marcharse en paz. El progreso de la técnica clínica ha contribuido a ello.
Dice el médico español Juan Gérvas:
“Frente a la muerte de antiguo, rápida, juvenil y en familia (en el domicilio) hemos logrado la muerte moderna, lenta, en la ancianidad, en el hospital, con años previos de deterioro y dependencia”.
Imponderables como el homicidio o el accidente mortal y posturas frente al desgaste del propio, como asilarlo donde no lo veamos marchitarse o mantenerlo vivo cuando está más allá de toda esperanza, no hacen sino reforzar una idea poco visibilizada : el morir en casa como privilegio.
Ya no se suele bailar con el condenado hasta el final del amor.