Vicente Alfonso: ‘Escribir tiene que servir para algo’

En el prólogo de su libro de crónicas A la orilla de la carretera (UANL, 2021), el escritor lagunero Vicente Alfonso nos pone en el lugar de un turista que viaja por autopista ajeno a las ciudades y poblados borroneados a sus costados gracias a la velocidad. Puntos en el camino que sólo existen y tienen relevancia en tanto sirvan de referencia con respecto a su verdadero destino.

Alguna vez él fue uno de esos viajeros que apenas reparan en una de las ciudades que se encuentran rumbo a Acapulco: Chilpancingo es una especie de gris laberinto que se vislumbra a ambos lados del camino. Una ciudad pequeña, escondida entre montañas y barrancas, que se atraviesa en apenas diez minutos. Aunque la autopista cruza en medio de la urbe, es poco lo que los viajeros alcanzan a ver. Todo está dispuesto para que pasen sin detenerse, escribe el autor en esa introducción.

Pero llegó el día en que esa ciudad dejó de ser para él una colección de construcciones que se esfuman pronto de la retina y del recuerdo para convertirse en su destino. Por razones del trabajo de mi esposa, tuvimos que mudarnos a vivir a Chilpancingo. Una mañana de 2016, luego de empacar dos maletas de ropa y una caja de libros, tomamos la carretera 95 con dirección al sur. Nos acompañaba nuestra hija, entonces una bebé.

Habitar Chilpo junto a su esposa, la también escritora y académica Iliana Olmedo, y su pequeña Carolina, era lo que le faltaba a Vicente para cobrar consciencia de lo mucho que ocurre a la orilla de la carretera que millones de turistas atraviesan para llegar al famoso puerto.

La ciudad constituiría además su punto de partida para conocer el estado de Guerrero, que para entonces era “un territorio oscuro” en su mapa mental. Sólo conocía Acapulco porque había ido a dar un taller.

“Tenía alguna vaga idea de lo que pasaba en Guerrero, las generalidades que todos sabemos: que de ahí eran Genaro Vázquez y Lucio Cabañas o estar más o menos al tanto de lo que pasó con los 43 de Ayotzinapa, pero no mucho más”, me cuenta desde su casa en La Ciudad de México en una entrevista vía Zoom.

En sus planes no figuraba en absoluto escribir un libro sobre esa vasta y heterogénea región enclavada en las montañas del sur. Al abandonar la Ciudad de México también le había dicho adiós a su demandante trabajo como coeditor en un suplemento cultural, lo que se traduciría en tiempo libre para terminar una novela que tenía entre manos.

“Mi idea de llegar a Chilpancingo era que mientras Iliana, mi esposa, se encargaba de asuntos académicos, yo me iba a encerrar a escribir y, por supuesto, a convivir con nuestra hija. Esa era la prioridad: aprovechar todo el tiempo que tuviera para leer y escribir”.

Pero la realidad de Guerrero, tan fascinante como convulsa y compleja, engulló en un tris ese claro objetivo.

En la capital del estado los seductores aromas de los árboles de mango y de los jueves de pozole contrastan con el fétido olor que despiden las bolsas negras que a veces recogen los escasos camiones de la basura y otras los agentes del Ministerio Público y del Servicio Médico Forense. El verdor de la sierra palidece ante la constante tragedia de las desapariciones que asola al estado desde hace décadas. El jolgorio de las festividades tradicionales en cada localidad guerrerense se ahoga con el ruido de las balaceras nocturnas entre Los Rojos y Los Ardillos. La esperanza del guerrerense promedio, nacida de sus creencias religiosas o de los ideales políticos de los guerrilleros encabezados por Lucio Cabañas en los setenta, se consume entre secuestros y ejecuciones en cualquier sitio a plena luz del día y el terror de aparecer en las listas de WhatsApp que avisan quiénes serán los siguientes.

Todas esas desoladoras situaciones, que en la mayor parte del país conocemos sólo cuando son los suficientemente sensacionales como para llamar la atención de la prensa oportunista, le han dado a Guerrero fama de violento.

«Hay un montón de cosas, mucha riqueza cultural y en la naturaleza, desde los mangos hasta el mole, los jueves de pozole, los tlacololeros, las tigradas, el Paseo del Pendón… pero junto a esa riqueza hay una historia de explotación y sobreexplotación. Malamente se dice que estados como Guerrero, Sinaloa, Tamaulipas, Coahuila y Chihuahua son violentos, yo prefiero decir violentados. Si decimos que son violentos, estamos admitiendo el implícito de que hay un factor en la naturaleza, en los genes o en la alimentación que hace que la gente sea revoltosa y no es así. En realidad, si atendemos a las historias remotas e inmediatas de estos territorios, tenemos una historia de abuso por parte de las autoridades, de saqueo, de explotación, de desigualdad social, de rezago en cuanto a servicios educativos y de salud. De ahí la tesis que acuñó con certeza Carlos Montemayor: no es que la violencia popular genere una represión por parte del Estado, sino que la violencia de Estado termina por generar un alzamiento popular para reclamar justicia”.

La necesidad de entender los desconcertantes contrastes que forman parte de un todo irreductible en la vida guerrerense y su ineludible instinto periodístico urgieron a Vicente Alfonso a comenzar un cuaderno de notas en el que registraba todo lo que veía, escuchaba y leía, luego otro y otro…

De su afán por poner en orden los apuntes que tomó durante los dos años que vivió en Chilpancingo nació el libro Aquí se pudre todo, que fue reconocido en 2018 con el Premio Bellas Artes de Crónica Literaria Carlos Montemayor. A casi tres años de ese galardón, el autor ve esa obra conformada por 20 crónicas como una primera versión de A la orilla de la carretera, que compendia 37.

“Hice una criba porque algunas parecían redundar en los conflictos, había varias sobre policías comunitarias y autodefensas. Mi intención era no repetirlo”, explica.

Pero evitar sobreabundar en los temas no fue lo único que retrasó la publicación de este material que sus lectores esperábamos con impaciencia. Las observaciones que le hizo el escritor Juan Villoro a Vicente sobre su manuscrito le dieron un nuevo sentido a su trabajo y ampliaron su extensión más del doble.

“Sus consejos no sólo me permitieron una mayor extensión, sino mucha más profundidad, acorde con la necesidad de no sólo documentar lo inmediato y lo ‘superficial’, sino contrastarlo con lo que había ocurrido cuarenta años antes en la sierra de Atoyac, ver que muchos de estos fenómenos, que parecían impensables y que merecen el adjetivo de increíbles, tienen décadas ocurriendo. El libro era al inicio una colección de elementos de la cotidianidad en Chilpancingo y sus alrededores, pero después me di cuenta de que sí tenía que ir más allá”.

Esta nueva perspectiva implicaba volver sobre el camino que de algún modo abrió Carlos Montemayor al momento de escribir su más importante novela Guerra en el Paraíso (1991), cuyo tema central es la guerrilla de Lucio Cabañas.

“Esa lectura, que ya estaba desde antes pero no estaba del todo aprovechada, ofrecía una oportunidad muy valiosa, la de ir tras los pasos del novelista y ver cómo se arma un testimonio y cómo se armaba en ese momento, porque una de las cosas que abordo en A la orilla de la carretera es que hoy quizás le llamaríamos crónica a Guerra en el Paraíso. En su momento el maestro Montemayor decidió hacer una novela, muy probablemente no sólo como decisión artística, sino como decisión técnico-política, por decirlo rápido y mal. ¿A qué me refiero con eso? A que el libro pudo circular precisamente porque salió publicado bajo la etiqueta de novela. Si lo hubiera sacado como una crónica o un informe de lo ocurrido en Guerrero durante los años setenta, no hubiera circulado y posiblemente Carlos Montemayor hubiera corrido mucho más peligro. Creo que contar la historia de la novela también nos cuenta la de cómo fue leída en nuestro país y cómo ahora mismo se pueden estar escribiendo novelas y libros similares que entran en conflicto con las realidades inmediatas y que a lo mejor en 20 años vamos a estar viendo bajo esta perspectiva. Eso sí era un gran trabajo que me tomó otros dos años”.

FOTO: El escritor Carlos Montemayor en la Feria del Libro de Saltillo, Coahuila, en 2009. Museo del Desierto.
Foto de Basilio Briceño. Fuente: https://bit.ly/3gYolW4 (CC).

Los lectores podemos advertir cómo las preocupaciones e hipótesis de Vicente Alfonso se transforman incesantemente a partir de esa decisión. Saboreamos junto a él los hallazgos que abren el panorama, pero también paladeamos los sinsabores de las pesquisas que parecen llevarlo a callejones sin salida.

“Yo iba detrás de ciertas historias que no acabo de encontrar y también quise consignar eso porque no quería que fuera un testimonio absolutamente lineal en el que empiezo a buscar algo y voy directo a la solución. No, sabemos que la vida no es así. Uno empieza a buscar por un lado y por otro y otro y de pronto encuentras la solución donde menos la esperabas”.

La primera analogía que se formó en mi mente sobre A la orilla de la carretera fue la de una bifurcación en una autopista donde por un lado estaban las crónicas de las vivencias de Vicente en Chilpo y pueblos aledaños, mientras que por el otro se encontraban sus indagaciones en torno a Guerra en el Paraíso, esas que lo llevaron a hurgar en la obra de Montemayor y de otros autores que al igual que él han intentado explicar la realidad guerrerense, como Ricardo Garibay, Salvador Martínez della Rocca “el Pino”, Sergio González Rodríguez y Laura Castellanos.

Sin embargo, mi percepción ha cambiado tras platicar con Vicente. Una división en el camino viene acompañada de la idea de desviación, de la decantación por una alternativa más favorecedora o de un destino distinto. El rumbo que toma el trabajo de Vicente no encaja con ninguna de esas opciones. Siguiendo con la analogía de la autopista, ahora veo lo que me parecían dos ramales como dos carriles de una misma vía con un solo destino: transmitir la complejidad de la realidad actual de Guerrero.

En tiempos donde las redes sociales han impuesto los posicionamientos dicotómicos como base de los debates sobre temas políticos y sociales, el autor lagunero opta por analizar y describir tantas caras de la realidad como le sea posible, rehuyendo a la trampa de retratarla de modo maniqueo o a la tentación de reducirla a conveniencia.

“Temía ser injusto con el territorio, con el estado y con la población. Uno da su perspectiva de ciertas cosas y a veces no es desde la certeza, sino desde las dudas y te quedas con la sensación de no haber retratado todo. La realidad es elusiva y uno se hace siempre juicios provisionales, luego obtienes otra información y cambia otra vez el juicio, es como un enorme rompecabezas en donde las piezas no tuvieran siempre el mismo color, te preguntas por qué habías puesto esa pieza ahí si iba en otro lado. Supongo que ese es el asunto de trabajar con la realidad, con esa abstracción que queremos aterrizar como realidad”.

La necesidad de considerar las múltiples aristas de los hechos antes de emitir juicios concluyentes acompaña a Vicente desde la infancia. Incluso le sirvió como punto de partida para su reconocida novela Huesos de San Lorenzo, publicada por Tusquets en 2015 y traducida al italiano, alemán y turco entre otros idiomas. La realidad es una, sus lecturas infinitas, es la primera frase de esa obra.

“Lo traigo desde niño por cosas que ya he dicho: mi madre fue juez durante muchos años y muy pequeño empecé a cobrar conciencia de qué significaba esa labor. Recuerdo que le preguntaba ‘¿Y qué pasa si te equivocas?’. Me parecía muy fuerte la posibilidad de que por un error de apreciación de una persona cambiaran las vidas de otras. Quizás eso me creó una conciencia de lo difícil que es establecer juicios, entonces desde la ficción y desde el reporteo de la realidad, siempre estoy tratando de verle el otro lado a todo. Es imposible que vivamos en un mundo tan parejo que las situaciones no tengan más de una perspectiva. Me gusta buscar siempre esa multiplicidad de aproximaciones, esa variedad».

Es ese compromiso el que hace que en el libro convivan páginas que relatan la corrupción y las atrocidades del Gobierno, del Ejército y las policías comunitarias y autodefensas, con otras donde relucen destellos esperanzadores dentro de la misma podredumbre. Ahí también es donde radica una de las fijaciones que más impulsó A la orilla de la carretera: ubicar a la fuente militar de Carlos Montemayor.

“Sí me llegó a obsesionar. No tanto por jugar a Todos los hombres del presidente, no se trataba de revelar secretos, sino de consignar que no era una lucha de buenos contra malos, de blanco y negro absolutos. Me parece que la imagen final del libro revela algo que trato de decir entre líneas: incluso dentro del Ejército Mexicano había mucha gente comprometida con la realidad del pueblo de Guerrero y a veces lo soslayamos. Pa’ todo queremos decir que el Ejército tiene la culpa de atropellos. Sí, sí ocurren dentro del Ejército, pero también hay fuertes discusiones, como lo refleja Montemayor. Del mismo modo que dentro de los activistas hay personas con muy buena voluntad y otras con una voluntad muy torcida que se aprovechan de la gente, y eso se dice poco justo por esa necesidad de achatar y simplificar la realidad. A mí me interesaba muchísimo lo contrario. Pensaba que lograr comprobar que hubo militares que llegaron a renunciar o a ser removidos del puesto por su compromiso de impedir los bombardeos era una gran historia también. Creo que sí existen estas historias y hay que contarlas”.

Quitarse los prejuicios no es tarea fácil. A pesar de coincidir con Vicente Alfonso en la necesidad de apartarnos de ellos en aras de relatar la realidad con todos sus matices, me inquieta la idea de que el Ejército quede bien parado en algún sentido, especialmente en un territorio donde su crueldad institucional ha hecho y sigue haciendo mella. Esto me lleva a preguntarle si es consciente de lo problemático que resulta mostrar una cara amable de la corporación y de las críticas que ello podría acarrear.

“En el libro están muchos de los abusos que ha cometido el Ejército, eso no lo podemos dejar de lado, es muy lamentable, pero creo es que si uno ya se metió a investigar los temas y se encuentra algo que está bien hecho y no avanza en el sentido de nuestra hipótesis, pues también tenemos la obligación de ser honestos y reconocerlo. Estas cosas tienen muchísimas vueltas de tuerca, no podemos quedarnos con juicios provisionales. Sí estoy consciente de eso que dices. Yo no le quiero lavar la cara a nadie, lo que sí quiero es, en medida de lo posible, registrar esos claroscuros, que es justo lo que nos mete en problemas todo el tiempo como ciudadanos. Ojalá las cosas fueran tan fáciles de discriminar: esto está bien hecho, esto está mal hecho, pero siempre existe este juego de las diferentes lecturas posibles y eso es lo que a mí como escritor me obsesiona”.

Mientras escucho esa respuesta caigo en cuenta de que mi pregunta nace de una remota utopía anárquica donde el Ejército ni siquiera tiene razón de ser y no de la realidad. Sus palabras me traen de vuelta al aquí y ahora. Su trabajo como escritor y periodista no consiste en predecir lo que será o puede ser, sino de contar lo que es y ha sido hasta hoy, mas eso no significa que no tenga en mente la posibilidad de incidir en la transformación de la realidad.

“Llegar a Guerrero, a Chilpancingo, a mi esposa Iliana y a mí nos hizo replantearnos el oficio, justo a partir de otro libro de Carlos Montemayor que se llama Encuentros en Oaxaca. Si estás en la Ciudad de México, en La Condesa, leyendo un libro de importación tienes una lectura de la realidad. Si estás viviendo en Guerrero… y ni siquiera tienes que irte a Guerrero, en la misma Ciudad de México o en Torreón existen muy cerquita de nosotros diferencias e injusticias ofensivas y no quiero ser panfletario, pero creo que uno se da cuenta de que, si ejerce un oficio, lo deseable es que sirva para algo”.

Vicente Alfonso refiere que a raíz de un taller que Montemayor impartió en Oaxaca en los ochenta éste comenzó a cuestionarse su función como escritor. Hasta antes de eso, para el autor originario de Parral, Chihuahua el poeta era aquel que iba a recitales y gestionaba becas, mientras que para las comunidades indígenas la figura la encarnaba quien llevaba el registro de las fechas clave para su pueblo y de alguna manera encontraba la forma de expresar las inquietudes de la comunidad.

FOTO: Lucio Cabañas vive/Arte callejero
Fuente: https://bit.ly/3f6ygqf (CC).

“Con toda proporción guardada, a mí me pasa eso. Por eso elijo a Montemayor como el guía al que me tengo que pegar, me dije ‘escribir tiene que servir para algo’. Yo sentía impotencia al ver muchas de las cosas que cuento ahí en el libro y, sobre todo, verlas desde la duda y el pasmo. Pensaba: ‘no acabo de entender por qué ocurre esto y lo único (que puedo hacer) al respecto es mi trabajo’. Por eso no me dolió suspender la novela y empezar mi registro que se convirtió en el libro de crónicas. Por eso cuando me preguntas si creo que se puede luchar, creo yo que se puede. Y no nada más eso, creo que quien tenga un mínimo de ética y, no sé, de humanidad, ante esas cosas tiene que replantearse la manera de ejercer su oficio. No estoy intentando adornarme, estoy tratando de expresar que es tal la impotencia que te da cuando ves ciertas cosas que dices: ‘vale más trabajar para que eso no exista que trabajar por una beca’”.

Tener un horizonte tan claro no exenta a nadie de dilemas. ¿Cuáles fueron los más grandes que enfrentó Vicente Alfonso?

“Hay momentos en que te enteras de historias y de pronto es muy ambiguo el papel de uno como amanuense de todo eso. Es difícil saber dónde estás tratando de pintar un cuadro triste, tremendo. Ya avanzado el proyecto yo me preguntaba si mi trabajo serviría para algo o sólo para hacer un retrato oscuro de Guerrero. El dilema es: ¿Contribuyo con esto a seguir estigmatizando al estado o a que se sepan ciertas historias que nunca llegan a la capital y a otros estados? ¿Qué tengo que contar de todo ese cúmulo para ayudar a que estas historias se socialicen y se conozcan y qué cosas no sirve contar? (…) A mí me importa que mi libro contribuya a socializar y a que se pongan sobre la mesa sobre todo dudas. Yo no soy un experto tratando de explicar Guerrero, ¡Dios me libre! No entiendo muchas cosas. Soy más bien un pobre taimado que cayó ahí y que a partir de las preguntas que se hace trata de ir construyendo o reconstruyendo un rompecabezas, pero sí me queda claro que desde mi trabajo, que es lo único que sé hacer, puedo contribuir a ponerlo más blanco o más negro. Yo no quiero trabajar sólo en pintar una visión tremenda, sino en generar una visión crítica y contribuir a que nos replanteemos esa realidad, y no sólo la de Guerrero, cualquiera, México y América Latina es un muestrario de problemas que urge abordar”.

-¿Y a quién le toca hacerlo?

-Esa es una gran pregunta. Yo creo que a cada uno le corresponde aportar lo que pueda desde donde pueda. Al final así se resuelven.

En una de sus crónicas Vicente consigna las siguientes palabras de David Cabañas, sobreviviente de la guerrilla del Partido de los Pobres y ex-preso político: Lucio es el primer hombre que me dice sí hay soluciones. Sí hay alternativas: son la lucha y la unidad del pueblo. Desde entonces vivo con la convicción, porque yo creo que no me queda tiempo para regresarme, de que sólo si luchamos vamos a poder cambiar las condiciones de vida de este país. A la luz de todo lo ocurrido y del presente, le pregunto a Vicente si cree que la guerrilla haya servido para algo y si coincide con las convicciones de su entrevistado.

«Yo creo que (la guerrilla) sí sirvió. La figura de Lucio sigue siendo una inspiración para mucha gente. Yo no estoy de acuerdo al cien por ciento con los procedimientos ni de él ni de otros, pero eso es natural, no lo estuvo Lucio con la Liga 23 de Septiembre aunque sostuvieron reuniones, tampoco con Genaro Vázquez. Yo creo que sí se puede y se debe de buscar soluciones».

Y ante el apremio de hacer frente a una realidad cada vez más indignante, decir que el escritor o el periodista sólo tienen la palabra como arma puede sonar romántico o idealista. Hace falta una observación más aguda, como la de Vicente Alfonso, para entender que no es poco.

“Siempre se dice el lugar común de que la historia la escriben los vencedores. En la novela de Montemayor queda claro -y lo pongo en las primeras páginas de A la orilla de la carretera– que la Guerra Sucia se libró sí en las emboscadas, en la sierra, las cañadas, pero también en otros terrenos, y uno de ellos nos atañe a nosotros: los periódicos. Yo diría que siempre se están escribiendo muchas versiones de la historia y los vencedores son quienes logran imponer su versión de esa historia. Por ejemplo, en el peor momento la Guerra contra el Narco fue tan dura como en Guerrero, quizá más, lo que pasa es que hay equipos de control de daños que a nivel narrativo o discursivo logran convencernos de que las cosas no eran tan feas como las recordamos. A mí me parece que una realidad muy novelable, digna de El otoño del patriarca, sería la megadeuda de Coahuila. Ya nos acostumbramos a vivir con una deuda asombrosa. Para acabar pronto: se contrató una deuda que era ilegal, eso implica que hubiera cómplices dentro de las instituciones financieras y de la Secretaría de Hacienda, quiere decir que es crimen organizado de parte del Estado. ¡Es terrible! Si uno lo expresa así hay quien dice: ‘oye, es que estás hablando de algo muy grave’. ¡Es que fue algo muy grave! Y lo sigue siendo. Se llegó a plantear la iniciativa de cobrar la entrada a los parques públicos en Coahuila. Ya estamos viviendo como en una novela de la Revolución, las injusticias se van acercando cada vez más al límite de lo intolerable, si no es que ya lo sobrepasamos desde hace mucho tiempo. ¿Dónde se libra esa batalla? Parece que nunca será tan grave. Siempre nos dicen que podríamos estar peor y ese nivel discursivo es justo en el que nosotros podemos aportar ese pensamiento crítico: pues podríamos estar peor, pero también podríamos estar mucho mejor. Lo que está pasando ya es grave, ya no es que el día de mañana pueda suceder algo terrible, desde hace muchos ayeres están sucediendo. El problema de las desapariciones en Coahuila es devastador, el problema de la contaminación, el problema del agua, hay un montón de cosas y dependiendo del lado que nos pongamos, será la versión a la que contribuiremos».