Recibo la noticia de la muerte de mi amigo Héctor Becerra a más de mil kilómetros de distancia; la distancia que nos separa entre el lugar donde él yace ahora, su modesto y bello departamento que comparte con mi gran amiga, la brillante periodista Jessica Ayala, y el departamento donde vive mi hermano en Insurgentes Mixcoac en la Ciudad de México.
Mientras escribo esto me sobrecoge una tristeza profunda por la amistad que, sobre todo en años recientes, sostuve con nuestro amado Tori, por el hueco irremediable que deja en cada uno de nosotros, sus admiradores, sus ex alumnos y colegas, pero sobre todo por el dolor que deja en mi querida Jessica Ayala.
¿Por qué nunca sabemos despedirnos de nuestros seres queridos? No pretendo, con estas líneas, hablar de la trayectoria de Tori, para eso están los homenajes institucionales. Mi manera de decirle adiós, de acompañar a Jessica a la distancia, es revivirlo, por necesidad y como medida para trabajar el duelo. Quiero revivirlo un poco a través de lo que su presencia me dejó.
¿Cuál es el lenguaje de nuestros muertos? ¿Cómo nos hablan? Son las preguntas que me rondan para poder afrontar los recuerdos que se agolpan mientras reparo en la ausencia de Héctor.
Apenas hace unos días, doce para ser precisa, nos vimos a la salida de la última sesión de un curso que di en Casa Mudéjar. Junto con Jessi y Luis López, fuimos a comer. En la charla Tori se expresaba maravillado, como si fuera la primera vez, del trabajo de Jessica. En el tropiezo característico de toda conversación, hablamos de la rutina, del trabajo y las amistades. En medio de todo, Luis y Jessi se empeñaron en hablar sobre los temas de sus reportajes y los plazos de entrega del Border Hub. La imagen del Tori enamorado del trabajo de su pareja y de sus amigos es el Tori que siempre he evocado cuando pienso en él. Era, antes que nada, una persona que se solazaba en los logros de los demás. Es el mismo Tori que me dio clases de Periodismo a las 7 am en la Ibero hace más de veinte años. Lo recuerdo con una frescura envidiable y una generosidad que a pocos distingue.
Cuando regresé a Torreón hace cuatro años conocí a Jessica en un curso que di y nos hicimos amigas en el acto. Meses después me dijo que Héctor Becerra me mandaba saludos. Tori era su pareja. Gracias a ellos mi vida recuperó su sitio en mi proceso de reconocimiento de La Laguna; fueron un faro que se tradujo en incontables reuniones, carnes asadas, campamentos en La Flor de Jimulco, charlas de rock y libros y hasta premios de periodismo.
Juntos saboreamos la dicha de obtener el premio de periodismo cultural de la UAdeC en el 2021 y el 2022. Jessi también lo obtuvo el año pasado y La Plaza Pública fue creciendo poco a poco, gracias a la tenacidad e inteligencia de Jessica, así como el aliento incondicional de Tori, quien con su gran dominio de las redes sociales, aportó una parte fundamental para que este espacio de periodismo independiente se fuera proyectando y, en paralelo, nosotros, sus colaboradores, pudiéramos crecer también. Pero Tori no sólo fue generoso desde la parte profesional, antes que nada era un lector atento de los borradores y trabajos en crudo y un gran cocinero para su pareja, su Jessi, para quien procuraba que no tuviera una sola distracción en la compleja aventura llamada periodismo independiente, tarea que jamás puede librarse en solitario.
Decir todo esto me hace evocar otra imagen. Un Tori barriendo su casa a las 11 de la noche, hora a la que alguna vez dejé a Jessica tras una de nuestras interminables charlas de café. Me provocó una gran carcajada que alguien hiciera el aseo a esas horas, pero es que él no tenía otro momento para hacerlo. Héctor Becerra era un ser admirable: salía de su casa muy de madrugada, casi a oscuras, caminaba hasta Grem y producía los dos programas que durante tantos años nos obsequió, primero a los laguneros, después a miles de personas de otras latitudes. Tanto Rockshow como Filmanía fueron aportes cruciales para el periodismo cultural de La Laguna. Creo que él y sus creaciones eran de las pocas cosas que le daban vida a Grem, junto con su característico humor ligero a prueba de toda crisis. No sé cómo alguien puede ser tan alegre.
En un par de ocasiones llevé a mis estudiantes de Comunicación a las instalaciones de Grem y Tori siempre nos recibió con alegría desbordante. Le fascinaba hablar sobre los nuevos retos de la radio y de su urgente adaptación al mundo del podcast y las redes sociales. Era un profesional visionario, y supo transitar rápidamente a los medios digitales en una región donde prevalecen posturas tradicionales sobre el papel de los medios.
Cuando uno salía con Tori a algún lugar, solía acercarse alguna persona o desconocido a saludarlo. En una ocasión, invité a Jessi y a él a verme llegar a la meta de una competencia de ciclismo, y se le acercó Beto Guajardo, amigo mío y ciclista de montaña, para agradecerle, cual fan, su voz y sus programas. Cuando mi pareja, Edgar, lo conoció en una cena, lo identificó por haber sido el baterista del grupo de rock La Clase: un chavo rudo de largos pelos chinos, que con su banda conquistó los escenarios de La Laguna y Monterrey en los años noventa.
Además, era un ñoño consumado. En nuestras reuniones, no soltaba su batería imaginaria y siempre buscaba pretextos para evocar la fecha exacta del lanzamiento de algún álbum de rock o deleitarse en los pormenores de alguna saga de cine. Tori era un niño genio, un genio creador; la música y la imagen siempre vibraron en él.
Atravesó tantos espacios, incidió en tantas personas. Mi vecino también fue su alumno y mi madre fue su maestra de inglés en la preparatoria. Su incomparable voz y su sagacidad para hablar de lo que le apasionaba tendió puentes entre los mundos del periodismo, la docencia, la música, la gráfica y la crítica de cine.
Uno nunca está preparado para despedirse de quien ama. Vuela alto hasta la eternidad, querido amigo, gracias por tantísimo. Tus fans, tus radioescuchas, tus estudiantes, tus hijos, tu Jessi y tus amigos siempre estaremos en deuda.