Santos ingresa a terapia intensiva por la vía del rebote

El idilio salvaje de los guerreros con la liguilla entró oficialmente en terapia intensiva.

Ese fue el saldo del primer acto de la final del fútbol mexicano.

Nada más empezar, aquello pintaba para pelea de box entre fajadores.

El primer cuarto de hora se vivió al son que le gusta tocar a Guillermo Almada, técnico santista: intensidad abajo, intensidad, intensidad arriba. Los capitalinos aceptaron el reto.

Fue una ilusión.

La máquina, que vive una sequía de títulos desde hace 23 años, metió freno, privilegió el orden y el guión de la función devino en el eterno choque entre una piedra, azul de circunstancias, y la marea, verdiblanca en este caso.

Por el lado local, un disparo de Otero que se abrió hacia la decepción fue la ocasión más clara.

En cuanto a los visitantes, desde el primer tiempo avisaron que traían imán para los rebotes.

En uno, Jonathan Rodríguez controló de pecho y de espaldas al arco se inventó un truco de magia de esos que parecen guiados por la ley del ex.

La intervención de Acevedo evitó que el cementero celebrara entre abucheos.

Parecía que la banda derecha, donde Otero tenía visos de cuchillo más enjundioso que preciso, daría alegrías a la afición lagunera.

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El lobo guerrero sopló y sopló, pero la máquina corrigió sobre la marcha y mudó la paja en ladrillo. Su técnico, Juan Reynoso, dobló la guardia por los costados y redujo a cero los riesgos de fuga.

La roca encementada se fue al medio tiempo con el objetivo cumplido.

La marea guerrera, en cambio, se llevó al descanso más de un susto conjurado, uno de ellos in extremis, por Doria.

En la segunda mitad, el tono de la obra no se modificó. El gran damnificado fue Diego Valdés, que dejó su rol como armador del ataque santista por uno mucho más modesto, el de sombra sobre el campo.

Con Valdés desaparecido y Otero metido en Alcatraz, la marea verdiblanca perdió capacidad para erosionar.

Hasta el minuto 70, parecía que la frase “no se hicieron daño” sería el epitafio de la ida.

Sin embargo, los rebotes tenían algo que decir.

Luis Romo, centrocampista de la máquina, dio un giro entre una tercia de defensores en una esquina del área, enseguida metió el balón entre las piernas de Félix Torres. El esférico se fue a donde Doria, demasiado confiado, preparó un despeje de manual.

El ambicioso pie de Romo se interpuso y el rebote salió a donde aún podía hacer daño.

La fortuna hizo de Ayrton Preciado su instrumento. El ecuatoriano, impedido para crear peligro en el área rival, andaba ayudando en la propia. Fue a disputar el balón y sólo consiguió provocar un nuevo rebote que dejó el esférico a merced de Romo.

El cruzazulino, que simplemente se había limitado a seguir hacia adelante, encontró de pronto una situación inmejorable. Disparó con más potencia que tino. El balón se fue contra Acevedo, no contra su brazo o su pierna, sino contra la cadera del guardameta. Ahí rebotó de camino hacia la red.

Vinieron los cambios en el cuadro guerrero. Los hombres de refresco no alteraron ni la mecánica santista, ni el resultado.

La piedra se impuso a la marea y ahora la misión santista es vencer en el Azteca a la máquina, por un gol para definir el título desde los once pasos, por dos para conquistar su séptima estrella sin recurrir a la lotería de los penales.

Para que pueda aspirar a concretar cualquiera de esos escenarios, la primera tarea de los Guerreros, de aquí al próximo domingo, será dar con el paradero de su diez.