Estoy en la azotea de mi departamento. Veo el cielo, su azul disminuido, algunas nubes flacas. E. duerme, sé que duerme en el sillón. Es una tarde tranquila. Estudio el cielo y, de cuando en cuando, bajo la mirada hacia la ciudad vacía. Una alarma suena muy fuerte, se oye cerca, pero no logro identificar de dónde sale.
El edificio en que vivo tiene cuatro departamentos, hay dos inquilinos en cada uno: una madre y su hijo, un anciano y su nieto, otra pareja joven, E. y yo. Somos pocos, pero somos. Antes de la catástrofe, E. y yo, los desmadrosos del edificio, organizábamos fiestas con regularidad. Las reuniones terminaban muy entrada la madrugada y con todos los invitados borrachos.
Un helicóptero rompe la calma del cielo. Veo hacia abajo, la calle vacía, y detecto bolsas negras y cobijas, muy abultadas. Asumo que dentro de aquellas y bajo éstas hay cadáveres, no como los que dejaban los narcos, sino diferentes; esos cuerpos son los de mis vecinos, sé que lo son. Todos han muerto. De alguna manera los sacaron a la calle y los dejaron allí tirados, a la espera de que pase el camión de la basura, que ahora funciona como recolector de cadáveres y carroza que conduce a los difuntos a su entierro.
Sé que están cavando fosas en Zaragoza Sur y sé que van a desbordarse pronto, hay demasiados muertos, tantos que el municipio estudia la idea de enterrarlos en el vado del río; los gobiernos de Coahuila y Durango, necesitados de espacio para inhumar a tanta raza, también voltean hacia el vado.
Imagino el comunicado conjunto: “Por el Nazas nunca más correrá agua… Los cadáveres harán menos daño”. Seguramente llevarán a un padre a bendecir esa tierra dura para convertirla en camposanto. El sacerdote irá con su estola, pero entre ella y su piel habrá un traje de plástico para prevenir contagios.
Entonces, el horror. Caigo de la azotea, quedo tendido en el piso. Los del helicóptero chirrian algo con un altavoz. Alguien me coloca una cobija encima y me arrastra hasta alinearme junto a los cuerpos de mis vecinos. Estoy inerte, pero no he muerto. E. baja a la calle y llora por mí. Me despide a la sana distancia; acercarse significa “contagio”, y contagiarse significa la muerte. Intento decirle que sigo vivo, que no permita que me lleven a la Zaragoza Sur, pero no puedo hacerlo, lo único que consigo es desesperar. Ahora, dos hombres me cargan y me echan a la parte trasera del camión recolector. Mi destino está sellado. La carroza, sin embargo, no se dirige al sur sino hacia el norte. Nos llevan al río, a los muertos y a mí, para depositarnos dentro de un tajo enorme que han abierto entre el puente de la Falcón y el puente de la Cobian.
Nos arrojan a todos, sin una última revisión, sin un rezo cualquiera. Mis difuntos vecinos y yo caemos encima de unos cuerpos. Sigo consciente. Ya no hay cobija que me impida ver. Ahí está al cielo, ahora luce un azul intenso decoradon con nubes blanquísimas. Pero aquella imagen no dura. Siento en el rostro, en todo el cuerpo, pero principalmente en el rostro, la tierra y las piedras que unas máquinas excavadoras arrojan sobre mí, sobre nosotros. La asfixia, tan lenta, me da tiempo a generar una terrible resignación. Es horrible, ya casi muero, ya casi, ya… entonces muero, y despierto.