Paisaje e identidad

Por Francisco Valdés Perezgasga

En mi adolescencia circulaba un verso que cantaba nuestra identidad de manera grosera. Iniciaba así: “Cerros blancos y pelones…”. Escatología aparte, el verso hablaba de nuestra realidad física, el color y la aridez de las montañas que nos rodean, el drenaje a cielo abierto y, sobre todo, el calor intenso.

Pocas veces nos detenemos a pensar en la conexión entre ese mundo grande y exterior y el mundo interno que todos cargamos, llámese identidad o psique.

Durante los nueve años que viví en la Ciudad de México (1973-1982 si necesitan saberlo) hubo días, pocos, en que el ánimo me cambiaba. La vida se alegraba y todo estaba bien entre el mundo y yo.

Eran los días que, tras unas horas de ventarrón, las nubes y el smog se iban y el aire era transparente. La luz hacía que todo resaltara. Es decir, eran los días que el cielo capitalino se vestía de cielo lagunero.

El cambio de ánimo, creo, respondía sobre todo al cambio en la calidad de la luz que daba súbita viveza a los verdes árboles, a las rojas flores del colorín y hasta al crema de la carrocería del Vallejo-Hospitales-Vía San Juan que conectaba mi casa con el Poli.

Pero más allá de la luz, es el agua la que nos da identidad. Somos laguneros. Sin lagunas, pero laguneros. En este apelativo quiero ver la terca resistencia de quien se agarra de un lejano recuerdo para no rendirse, para no morir.

Quienes conocieron los vastos humedales -los mayores del Desierto Chihuahuense- ya han muerto casi todos. Los que quedamos no dejamos de imaginarnos y de añorar ese mundo perdido. Nos aferramos a un pasado para proyectar una utopía.

Si bien las lagunas ya no son, nos quedan vestigios de antiguos humedales, como “El Quemado”, a la vera del nuevo libramiento Torreón-Matamoros.

Ahí, tan aferrada como nosotros, encontramos una biodiversidad inusitada. Plantas y aves que recuerdan lo que fue y no se rinden y se reproducen en aquel charquito rodeado de desierto y alfalfares.

También nos quedan los ríos, aunque sigamos empeñándonos en acabar con estas verdaderas venas de nuestro paisaje.

Con todo y las agresiones que recibe a diario, el Cañón de Fernández sigue siendo una maravilla sin orilla. No pasa un mes sin que alguien registre una especie de ave o de planta o de hongo que nadie antes había anotado. Registros que, en ocasiones, son relevantes no sólo para el Cañón, sino para todo el Desierto Chihuahuense.

Surge entonces la pregunta: ¿Por qué el desapego colectivo a nuestros paisajes identitarios? ¿Por qué hemos permitido y seguimos permitiendo las agresiones a humedales y ríos? Esto es un sinsentido no sólo desde la óptica de una identidad colectiva, sino desde una perspectiva más pragmática, de sobrevivencia incluso.

Vivimos en un desierto bañado por dos ríos que hemos destruido. Los laguneros y las laguneras no valoramos el sitio que habitamos. Seguimos comportándonos como colonizadores y no como nativos.

El colono impone mientras que el nativo pregunta y hace con prudencia. Mientras la actitud del colonizador prevalezca, nuestra identidad y el amor por nuestro paisaje seguirá siendo superficial y la destrucción continuará hasta que nos alcance a todas y a todos.

Foto de portada: Francisco Valdés Perezgasga