Vivo a 500 metros de la carretera Torreón-San Pedro, en un tramo que se ha desarrollado exponencialmente durante los últimos diez años.
Cada vez hay más familias, más tráfico, más escuelas y universidades en las inmediaciones de esta arteria vial que va del Periférico al Estadio TSM.
No hay mes en que no se registren accidentes.
Hace unas semanas, en pleno 16 de septiembre, un terrible choque automovilístico dejó como saldo la muerte de una joven y cuatro heridos.
En años pasados, ha habido rachas de uno o dos meses en los que la frecuencia de los accidentes aumenta. Todos ellos están relacionados con el exceso de velocidad.
Sabemos que la máxima es de 60 kilómetros por hora, pero pocas veces se respeta.
Importa poco si uno acata la regla cuando el que va a detrás no lo hace, porque pone en riesgo mi propia vida.
La falta de autorregulación en beneficio de un tercero habla de una cultura vial individualista e indolente.
Si los padres de menores siguen conduciendo a 110 kilómetros por hora para llegar al colegio, cuando éstos crezcan harán lo mismo.
Pero esto también tiene relación con la infraestructura urbana. Aquí es donde entra la voluntad política del Gobierno.
La malla ciclónica, las ballenas bien colocadas, los agentes de tránsito, la señalización e iluminación adecuados no pueden, en conjunto, mitigar los accidentes si no salimos de parámetros que privilegien el uso del automóvil, sobre todo en zonas donde habitan niños y niñas.
Tenemos, por una parte, a los agentes de tránsito a la caza de placas vencidas o de automovilistas que poseen carros modestos.
Rara vez he visto al personal de vialidad multar a quien conduce un modelo de lujo o una camioneta de cinco cilindros. Y son estos conductores quienes mayormente suelen desafiar la velocidad permitida y ser los más indolentes cuando pasan a un costado de algún trabajador que se desplaza en bicicleta.
En segundo lugar, la vía pública la transitamos distintos tipos de personas. Toda ciudad tiene al menos cinco clases de sujetos que se desplazan: los usuarios del transporte público, ciclistas, peatones, discapacitados y automovilistas.
Para plantear posibles soluciones a los accidentes viales es urgente salir de los parámetros dominantes desde los que se piensa la movilidad. Trasladarse no es sinónimo de automóvil.
Sin embargo, la inversión en movilidad durante la administración anterior en Torreón (2013-2017) destinó 73.25 por ciento del presupuesto federal asignado a movilidad para favorecer el uso del automóvil, medio de transporte utilizado por sólo 35.7 por ciento de la población de esta ciudad, según datos del IMPLAN.
Esta inversión denota la deuda histórica con una población que mayoritariamente utiliza el transporte público o la bicicleta.
Una ciudad sin accidentes implica concebirnos desde una movilidad diversa. El respeto al otro en las calles es el respeto a su integridad física.
Si la inversión en esta materia contemplara a todos los actores, el tránsito se pacificaría en el acto, pero implica democratizar el presupuesto destinado a movilidad: que se invierta lo mismo en desplazamiento seguro para peatones, ciclistas, discapacitados, usuarios del transporte público y autos por cada kilómetro cuadrado de zona metropolitana.
Esto se traduciría en, por ejemplo, colocar banquetas y semáforos peatonales en áreas donde nos parece inconcebible, como varios puntos de la Torreón-San Pedro. Es decir, que deje de ser autopista para que se convierta en bulevar.
Por otro lado, los pocos puentes peatonales que se han construido en la ciudad no son incluyentes, pues no están pensados para discapacitados ni para madres con hijos pequeños o personas de la tercera edad. Además, el esfuerzo lo hace el peatón, nunca el conductor de un coche.
Otro ejemplo. Las banquetas conectan las colonias, las vuelven amigables, propician lazos entre vecinos, generan comercio local, van a dar a los parques y éstos son un bien que democratiza el espacio público.
Tenemos zonas residenciales llenas de fraccionamientos cerrados con escasas banquetas que los articulen.
Si no hay banquetas, los peatones lo padecen, y quienes tienen auto no se conciben caminando.
Sólo tres de cada 10 torreonenses cuentan con un vehículo. Baste que esos tres pertenezcan a la clase media o alta para que la inversión privilegie el uso del automóvil.
Pero si se construyen banquetas y parques, la ciudad invita a que la caminemos y nos encontremos en ella.
Un último ejemplo: las pocas ciclovías que se han construido están en condiciones deplorables o son invadidas sistemáticamente, por lo que los ciclistas terminan circulando en carriles automovilísticos o en sentido contrario al flujo porque sólo así se sienten seguros.
Una red ciclista que contemple carriles exclusivos e híbridos también propiciaría la disminución de la velocidad.
El automovilista siempre querrá que el tráfico sea fluido y rápido, pero si pensamos en términos de diversidad, ¿qué tal si lo ralentización y las vías seguras para todos y todas invitan a que usemos más la bicicleta para ir al trabajo o caminemos varios kilómetros sin que nos sintamos vulnerables?
¿Qué tal si contribuimos a disminuir la contaminación ambiental y a saludarnos con deferencia mientras caminamos, pedaleamos o compartimos el transporte público?
Evitar accidentes requiere voluntad política y un cambio radical de mentalidad. Pacificar el tránsito significa pacificar una ciudad, volverla incluyente, democrática y, por supuesto, que deje de ser letal.
Foto de portada tomada del Facebook del IMPLAN Torreón