Francisco Valdés Perezgasga
Cuando nos sentimos parte de algo mayor, nuestra actitud vital cambia. En ocasiones la razón se va de vacaciones y los sentimientos afloran. Esto no siempre es bueno. Si no me cree vea a los miembros de un partido en el mitin de su candidato o de su líder.
En los setenta había un líder del Partido Comunista Mexicano, aún ilegal, que siempre intercalaba en su discurso una frase. Eran palabras para arrancar el aplauso facilón del público sumido en la irracionalidad.
Decía: “¡Porque es innegable que aquí está reunido lo mejor del pueblo de México!”. Estallido instantáneo del respetable.
Este ejemplo del ámbito político puede llegar a ser aún más fuerte cuando una religión llama a los suyos a emprenderla contra los de enfrente.
En política o en religión, en el fondo es el espíritu de cuerpo, o más bien de secta, el que nos impulsa.
Pero hay ocasiones en que sentirse parte de un todo mayor es benéfico, hasta terapéutico.
Quiero traer a esta conversación nuestro papel en la naturaleza. Nos falta dejar de sentirnos especiales, paridos por Zeus, bordados a mano, hechos a imagen y semejanza de un dios que, encima de todo, nos dio permiso de hacer con la naturaleza lo que nos diera la gana.
Este divorcio de nosotros con la naturaleza es quizá la causa raíz de la emergencia ambiental en la que estamos.

Decía burlón Jeremy Clarkson, locutor cochista de derecha a propósito de los coches eléctricos: “cuando conduces uno de estos, salvas a un bebé foca de ser matado a palos en el Ártico”. Era una burla, pero no estaba tan errado.
Somos producto de la naturaleza. La naturaleza nos sostiene. Nos nutre y nos viste. De manera inconsciente, acudir a un sitio natural, por unas horas o unos días, nos hace que “nuestras pilas se recarguen”.
La naturaleza restaura algo que la vida moderna ha roto. Este sentimiento es un síntoma de lo que E.O. Wilson llama “biofilia”. Un amor innato por la naturaleza, la única y verdadera madre de nuestra especie.
En estos días, terminando abril e iniciando mayo, somos testigos de un fenómeno milagroso, milenario, portentoso y mayúsculo. Me refiero a la migración de las aves por el mismo espacio en el que vamos al trabajo, al cine, a llevar a nuestras crías a la escuela.

Los jardines de nuestras casas, los parques y plazas de nuestras colonias, nuestras reservas naturales, aún sitios tan degradados como los charcos de aguas residuales del lecho seco del Nazas, se llenan de olas y olas de aves que regresan del sur hacia el norte para las que cualquier charco o mancha verde es suficiente para parar y restablecer las fuerzas para el maravilloso viaje de miles de kilómetros hasta sus sitios de reproducción.
En la noche del 4 al 5 de mayo, por ejemplo, más de 380 millones de aves entraron y se movieron dentro de Estados Unidos procedentes de México y del Caribe. La Laguna se encuentra en el llamado corredor central de estas migraciones.
Este año, gracias a que el grupo de entusiastas observadoras —y algunos observadores— ha crecido en número y calidad en la práctica ornitológica y, por ende, en la detección de migrantes inusuales que esta primavera ha sido muy elevada.
Hablando por todas las personas que forman parte del grupo “Naturalistas y Observadores de Aves” o NOA puedo decir que nuestro pasatiempo favorito nos ha hecho sentirnos parte de este mundo mayor y maravilloso.
Sumidos en esta increíble oleada natural de bellísimas aves. Ver a nuestra especie como una ramita más del reborujado arbusto que es la biodiversidad terrestre. Una ramita más, nunca la más importante. Nunca paridos por dios ni hechos y hechas imagen y semejanza de ningún ser divino.
En esta ocasión deseamos, las compañeras y compañeros de NOA mostrarles algunos de los visitantes a quienes el agua, la sombra, los insectos y las semillas de nuestras casas y de nuestras ciudades han ayudado a completar la hazaña que son estos desplazamientos enormes a lo largo de la geografía de las Américas.
Todas las fotos fueron tomadas en entornos urbanos (parques como el Lienzo de Torreón Jardín o el Bosque Urbano) y suburbanos (lecho del Nazas detrás del Centro de Convenciones de Torreón).