Francisco Valdés Perezgasga
Me encuentro absorto esta mañana de domingo viendo dos patos en la lejanía. Estoy en el Cañón de Fernández, en uno de mis sitios favoritos llamado el Faro de los Arturos, justo afuera del poblado de Nuevo Graceros. Observo con mis binoculares a un Pato golondrino, grande y bellísimo y a un Pato chalcuán, más pequeño y discreto. De pronto ambos se tensan, paran el cuello. Un poco más allá pasa una sombra, silenciosa y furtiva. Un coyote cruza el Nazas.

Pasa como si nada y me da la oportunidad de tomarle una foto. Quizá a propósito camina por donde las sombras de los cerros del cañón y de los árboles lo ocultan. Sin embargo, no parece tener más intención que la de cruzar. Pero igual es un momento único. No tengo a nadie cerca con quien compartir la emoción, estoy solo. Es quizá el tercer coyote que veo en el Cañón de Fernández. El primero que puedo fotografiar.
La maravilla del instante pasa y deja su lugar a las preguntas. ¿Era coyota o coyote? ¿Qué hacía de día en un lugar frecuentado por campistas? ¿Habría cazado ya y de ahí su desdén por los apetitosos patos? Todas mis preguntas se quedan sin respuesta. Pasan a formar parte del misterio que cubre tan frecuentemente a lo natural.

Los humanos nos sentimos excepcionales, superiores, la verdad es que no tenemos ni idea. A estas alturas del siglo creemos que lo sabemos todo cuando todo continúa siendo un misterio. Sorpresa, maravilla, misterio. Añadiría milagro. Palabras con tufo de iglesia. Palabras que huelen a moho y a incienso. Palabras que debemos rescatar de este mundo aún fantástico, a pesar de todo. Palabras que deben sonar como el agua que brinca las piedras y oler como la gobernadora después de llover.
Ahora, cuando la ciencia nos explica lo que hasta ahora no era explicable, la maravilla no pierde brillo, ni el milagro se achata. Pasa lo contrario. Explicar lo inexplicable siempre será como descubrir un tesoro. Ojo, esto no quiere decir que llegará el día en que todo será explicado con fórmulas, modelos y ecuaciones. Lugar para el milagro siempre habrá, el universo es así de rico y de complejo.
Leo incidentalmente sobre el cistoblasto. Un globito de unos cuantos cientos de células. Se trata de la etapa del desarrollo embrionario que se da a la semana, más o menos, de la fecundación de un óvulo por un espermatozoide. Este globo diminuto muestra ya tres agrupaciones de células llamadas ectodermo, mesodermo y endodermo.
El ectodermo terminará por formar el sistema nervioso central y todos los tejidos superficiales del futuro animal: la piel, el pelo, las uñas, las plumas, las escamas y parte de los ojos. El mesodermo formará lo que va debajo de la piel como los músculos, los huesos, los cartílagos, el sistema circulatorio y el sistema urogenital. El endodermo terminará por formar a los órganos más internos como aquellos de los sistemas digestivo y respiratorio.
Este milagro ocurre, como dije, en más o menos una semana. Por delante, el futuro que le espera al cistoblasto, a esa minúscula esfera, será de una diversificación aún mayor. La aparición de células especializadas, de ductos, bombas, órganos y todo el conjunto que terminará por constituir al pato, al coyote y a mí.
¿Como se orquesta la sinfonía bioquímica que da como producto al pato, a la coyota, al humano? Desde el alba de la humanidad hemos intentado explicarlo. La embriología moderna nos da hoy un panorama preciso pero aún con muchos huecos. Pleno de prodigios pero aún punteado de misterios.
Un instante, un momento apenas, una mañana de domingo en el Faro de los Arturos, Parque Estatal Cañón de Fernández, municipio de Lerdo, estado de Durango, México, entre el Pacífico y el Atlántico en el planeta Tierra. Dos patos, un coyote, yo. Un torbellino de sensaciones y reflexiones que siempre debemos darnos la oportunidad de experimentar.