Más de un viaje a bordo de un Uber

—Lo siento mucho… Por la muerte de tu abuelita —dije mientras abría la puerta del auto para bajarme.

—Ya. Está bien. No te preocupes. Es el ciclo de la vida —respondió amable con la mirada clavada en el volante para luego mover la cabeza en un gesto de despedida.

—Que te sea leve —sonreí bajo el cubrebocas e hice adiós con la mano antes de cerrar la puerta.

Qué extraña la cercanía que sientes con un completo desconocido después de que te comparte un pedacito de su vida.

A veces creemos que estamos haciendo un viaje, cuando en realidad son dos. Mínimo. Te diriges a tu casa y de pronto te encuentras en ese insospechado universo que es la mente de otra persona. A menudo pienso eso al abordar un taxi o, como en este caso, un Uber.

—¿Ya a casita o apenas a la calle?

Me tomó por sorpresa la confiancita y dudé unos instantes antes de responderle. Aún no terminaba de ponerme el cinturón de seguridad. Seguía agitada y un poco molesta por no haber podido despedirme en forma de mi amiga María. Una falla en el GPS lo mandó a dos cuadras de donde yo lo esperaba hacía diez minutos. Tuve que correr dos cuadras para llegar a él. No quería que me cancelara el viaje y tener que hacer la solicitud de nuevo.

—Ya a casa —respondí escueta cuando recuperé el aliento.

—Son las 11:30. La noche es joven.

Disfracé mi impulso de poner los ojos en blanco y asentí con la cabeza.

—¿Tú no sales los viernes?

—No.

—¿Sales más qué, los sábados? ¿O no eres mucho de salir?

—No. En general no.

Pensé en mi hosquedad como una consecuencia de la pandemia. No solía resistirme tanto a las conversaciones ni de taxistas ni de choferes de Uber. Seguía sin problema sus conversaciones siempre y cuando me inspiraran confianza.

En todo lo que va de ésta no había utilizado ningún servicio de transporte. Me había estado moviendo en una camioneta que compré semanas antes de que comenzara la cuarentena y me mandaran a hacer home office en un empleo al que renuncié en julio pasado.

Pasé casi tres meses sin salir más que al mandado, luego comencé a visitar a mis papás y a alguna que otra amiga. Un par de reuniones de más de diez personas, un cumpleaños con 40 asistentes, un campamento y las navidades en familia, completan mi lista de desobediencia sanitaria entre septiembre y este febrero.

La repaso mentalmente mientras reparo en cómo se ha ido oxidando mi manera de socializar. Con excepción de mis familiares, ya nunca sé cómo saludar: dices hola con un ademán y dejas un puño tirante, otras veces tú te quedas con ese puño porque el otro se abalanza para abrazarte y besarte, mientras permaneces como estatua. Luego te toca ser la de la efusividad con un témpano de hielo. La incomodidad como nueva normalidad en una región tan dada al saludo de beso en la mejilla y al abrazo. Y también, invariablemente, el temor. Se me dificulta también hablar con las personas cuando se quitan el cubrebocas.

Pero este mes es mi cumpleaños y quise darme la oportunidad de salir un poco, por eso acepté ir a esa reunión con mis amigas a pesar de la descompostura de mi camioneta. Aunque ya estando ahí sentí que no fluía del todo la comunicación. Hablé muy poco y me obsesioné mucho tratando de cuidar la sana distancia.

—Tengo sueño. Dije que iba a trabajar de 11 a 7, pero ya me dio hueva. A lo mejor no aguanto y mejor me voy a dormir —interrumpió el chofer.

—Pues sí, total, está muy tranquilo por la pandemia, ¿no? —contesté resignada. Mi parquedad no parecía inhibir sus ganas de platicar.

—Nambre, amiga, a la gente le vale madres. La gente no ha dejado de salir. Lo malo es que los fines de semana muchos andan manejando borrachos a estas horas y se pone peligroso.

—¿Y por qué mejor no le das de día? ¿Te sale mejor de noche?

—Lo que pasa es que me acostumbré a trabajar de madrugada porque antes andaban muy perros contra los Uber en el día. Aunque en estos meses han estado muy tranquilos.

—¿Te tocó algún decomiso?

—No, por suerte nunca. Porque yo siempre le pido al usuario que se venga aquí adelante. Mira, sólo a dos tipos de personas no les permito subirse a mi carro: a los que no se quieren sentar aquí o a los que no se ponen el cubrebocas. Prefiero cancelar. El otro día un señor hasta me mentó la madre porque no traía su cubrebocas, decía que quién era yo para pedírselo que tal y tal. Le dije que se bajara y no quería, me empezó a gritar y cancelé el viaje antes de que él lo hiciera, y también yo terminé mentándosela. Es que prefiero cancelar porque si no de todos modos te ponen mala calificación al final y luego Uber te castiga, te salen menos viajes. Una señora también me empezó a gritonear porque le dije que no la iba a llevar si no se venía acá adelante. No, que el covid, que no sé qué, me decía, “Señora, vamos en el mismo carro, el riesgo es el mismo aquí adelante o allá atrás”, le dije. No pues no quiso. Cancelé el viaje y me quedé estacionado hasta que se aburrió y se bajó también mentándomela.

—A lo mejor se confunden porque cuando pides el Uber te da la indicación de que te vayas atrás, pero lo del cubrebocas si es obligatorio.

—Sí, pero yo sí les digo que se vengan acá por si anda algún operativo.

—¿Y no te ha tocado contagiarte?

—Sí, la verdad ya tuve.

—¿Cuándo? —pregunté haciendo changuitos para que no me dijera que hace poco.

—En octubre —respiré.

—¿Sospechas que te contagiaste aquí?

—Sí. Mira, es que le dio a mi abuela. Y como yo era el que la movía. Pero a ella sí le fue mal. Se murió. Bien raro, fíjate, pasó dos semanas bien en su casa, tenía a una persona que la cuidaba. Casi no tuvo síntomas, pero luego la tuvimos que internar porque le empezó a faltar oxígeno y ya sólo duró tres días en el hospital. A mí me tocó llevarla a que se hiciera la prueba. Estaba un poco asustadilla. “No tienes nada, vas a ver, hierba mala nunca muere”, le dije. Luego ya cuando fuimos por los resultados salió positiva. Le compré todo lo que necesitaba para que se aislara y luego le llamé a mis papás y les dije que me iba a encerrar. Me decían que me fuera a la casa, que ahí tomábamos precauciones, pero les dije que no. No, ¿pa qué quieres? Los dos son diabéticos. También le hablé a la mamá de mi hijo para avisarle que no iba a poder ir y que no iba a estar trabajando. Pasé dos semanas así en otra casa que tenemos. Todos los días pedía un lonche por Rappi y eso era lo único que comía.

—¿No perdiste el gusto ni el olfato?

—No. No tuve ningún síntoma. Un día medio me dolió la garganta, pero ya después no. Lo que sí es que de repente en la madrugada me despertaba porque sentía un sabor muy fuerte a cartón mojado en la garganta. Yo creo que eso ha de ser un síntoma, porque platiqué después con un amigo que también se contagió y él me decía que a él le pasaba algo similar, pero que a él le sabía a fierro viejo. Yo digo que es lo mismo.

Nos rebasa un lujoso automóvil y ambos nos distraemos. Él con el coche. Yo con mis pensamientos.

—Mira, qué bonito carro. Qué raro color ¿Me das chance de alcanzarlo? Quiero verlo bien a ver qué color es.

Ni bien asentí, aceleró, pero nos detuvo un semáforo en Cuauhtémoc y Juárez. Por suerte el automóvil de marras se detuvo una cuadra adelante, en una gasolinera. Cuando el semáforo cambió a verde avanzamos y pudimos ver que la pintura era tornasol, tenía matices grises y violetas dependiendo de cómo le daba la luz. inútilmente me dijo el modelo porque yo lo olvidaría de inmediato.

—¿Oye, y sabes cómo se contagió tu abuela? —dije para evitar entrar a una tediosa charla sobre coches de las que tanto les gustan a los vatos. Mi curiosidad reporteril me instaba a indagar. Había hablado ya con algunos de los 25 mil contagiados de covid consignados en registros oficiales de la zona metropolitana de La Laguna, pero hasta el momento con nadie que viviera de cerca la muerte de una de las dos mil personas que nos ha quitado el covid en la región. Dos mil personas. Cuántos hijos, cuántos nietos, cuántos hermanos, cuántos padres se han quedado sin ellas, cuántas historias interrumpidas. Aquí. En todas partes.

—No. Ella no salía más que al mandado. Pero no creas, luego cuando se enfermó sí me sentía culpable porque yo era el que la movía. Pensaba qué tal que se contagió aquí en el carro, a lo mejor aquí andaba el virus. Pero pues quién sabe, es que en realidad estamos todos expuestos. Creo que ella… es que fue bien raro. Mi abuela vivió mucho tiempo en Estados Unidos y hace menos de un año se regresó para acá. Y yo me acuerdo mucho de que cuando recién llegó me dijo: “yo nomás vine a morirme a mi país”. Y, ya ves que te digo que yo la movía para todas partes, siempre me decía que cuando se muriera quería que la enterraran junto a su papá. Mi abuela no quería que la cremaran. “A mí no me quemen, ni que fuera bruja”, decía. Hasta me llevó a la tumba de su papá. Un día fuimos al panteón municipal y ahí la anduvimos buscando entre todas las lápidas abandonadas hasta que la encontramos. Nadie sabía dónde estaba, más que yo. Cuando se murió dijeron que la iban a cremar, nos iban a entregar ya las puras cenizas, por lo del covid. Yo hablé con mis tíos y les dije que a mi abuela no la podían cremar, que ella quería estar con su papá. Que no se podía, que ni modo, dijeron. Entonces le hablé a mi hermano. Él se crio con mis tíos, es como si fuera su hermano y a él si lo escuchan. “A mi abuela no la pueden quemar, diles, a ti sí te hacen caso”. Y sí los convenció.

—Pero ¿cómo le hicieron para que les entregaran el cuerpo?

—Mi hermano es paramédico y conoce a mucha gente en el Seguro. Ahí movió y logró que nos lo entregaran. Le dieron un ataúd todo emplayado y le dijeron que lo llevara directamente al panteón, que no lo abriera para nada y que no podía haber nadie más que él en el entierro. Pero pues mi hermano no sabía dónde era la tumba del papá de mi abuelita. Así que yo también terminé yendo. Pero hubo un problema. Ahora los terrenos en los panteones tienen espacio para tres, pero antes eran sólo para dos y en esa tumba ya había dos. Estaban el papá de mi abuela y su segunda esposa. Mi abuela sí sabía que también estaba su madrastra, pero ella creía que el terreno era para tres cuerpos.

—¿No pudieron enterrarla ahí entonces?

—No, pues, más bien tuvimos que exhumar a su madrastra. Ahí decidimos. Entre mi hermano, un sepulturero y yo sacamos el cuerpo. Estuvo bien loco ver la osamenta completa, así como la ves en ilustraciones. Es impresionante.

—¿Y luego que hicieron con esos restos? ¿Los enterraron en otra parte o qué?

—No, ahí mismo. O sea, los sacamos, los juntamos en una cajita y los volvimos a enterrar. Sólo necesitábamos hacer espacio para que cupiera mi abuelita.

—¡Wow! Qué impactante ha de haber sido.

—La verdad sí, aunque te confieso que para mí eso no fue lo más impactante de todo lo que viví esos días. ¿Te digo qué fue?

—¿Qué? —dije sin creer que algo pudiera superar eso.

— Cuando se la llevaron al hospital. Ver la cápsula en las que se los llevan y todo el equipo y al personal con sus uniformes tipo escafandras. Es que ves y sientes que es como una película, sí impacta, da miedo, piensas, ¿qué está pasando? Te cae el veinte.

Clava su mirada en el volante y se detiene frente a mi casa.

—Servida —me dijo.

Atónita me dispuse a bajarme. Sin duda esa noche hice más de un viaje.

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