Muchas de las ramas, si no es que casi todas, a las que podemos denominar como los futuros posibles de un individuo son podadas en la infancia.
Ahí está, por ejemplo, el ajedrez. Si aprendiste a jugar ya hecho un adulto con derecho a anular tu voto y te encantó la magia de los trebejos, difícilmente llegarás a convertirte en jugador profesional.
Poco importa la disciplina tanto mental como física que hayas forjado en la adultez. Simplemente, ni el tiempo ni el estado primigenio de las facultades se recuperan. Salvo en el caso de que seas un genio.
Con la lectura sucede algo similar. Ocurre que, sin incentivos, la imaginación, la capacidad de análisis y la inventiva, entre otras cualidades, se atrofian.
En el rubro lector, quien esto escribe tiene mucho que lamentar.
Debo confesar que descubrí tarde los gabinetes mágicos que guardan los libros, y por tarde me refiero a ya superados los 16 años de vida.
Fue cerca de la mayoría de edad que ingresé a una biblioteca por mi cuenta y riesgo, o mejor dicho, sin ser coaccionado por la amenaza de una mala calificación.
He progresado mucho desde entonces. Me refiero a hechos concretos como acudir con frecuencia a estanterías tanto físicas como virtuales y adquirir títulos que me atraen o sentir placer al momento de abrir un volumen. El tiempo que me toma fatigar cada carga letrada ya es otro cantar.
Este rememorar mis inicios lectores fue detonado por la noticia de que John le Carré falleció el 12 de diciembre.

Desde hace dos décadas soy lector del querido David Cornwell (tal era su nombre real).
Mi primer le Carré, oh sí, lo recuerdo perfectamente, fue El Espía que Surgió del Frío, la aciaga de aventura de Alec Leamas tras líneas enemigas.
Encontré esa novela en una librería de viejo y la única razón para comprarlo fue que aquella edición formaba parte de la colección Obras Maestras del Siglo XX.
Mi colección del autor británico abarca poco más que el ciclo de obras donde aparece George Smiley.
Hace dos años adquirí El Legado de los Espías, novela que retomaba la saga 25 años después de su aparente punto final.
La emoción que sentí al tener ese título en mis manos y al convocar a los espíritus en él guardados fue (y perdone usted, amable lector, la falta de imaginación) inenarrable.
Muchas veces he lamentado no haber tenido a mi alcance, durante los años formativos, relatos de Michael Ende, Roald Dahl, Tove Jansson y más autores que consiguen hacer del lector un adicto a la fantasía.
Del mismo modo, siempre he agradecido que Graham Greene, Georges Simenon y Chesterton, entre otros, lograran seducirme al grado de permitir que un libro me lleve a otro y a otro y a otro…
John le Carré ocupa un lugar especial en esta última relación. No sólo me ayudó a forjar una identidad lectora, también contribuyó a elevar mi perfil profesional.
En sus novelas de espionaje aprendí cosas que me ayudaron a mejorar como periodista, en particular cuando se trata de entrevistar a personajes de cuidado.
El periodismo, como el espionaje, es una casa de espejos.
La verdad que se concibe dentro de ella no es una verdad como tal sino un relato verosímil armado con las piezas (datos, testimonios, evidencias) disponibles.
Mientras el profesional de la información teclea, los esqueletos que le dan su verdadera sustancia a un hecho noticioso yacen bajo tierra, a veces para siempre.