Una precuela a modo de secuela, una secuela a modo de corolario, un diálogo estremecedor que no conduce, en apariencia, a ninguna posibilidad de redención, así es El Legado de los Espías, la más reciente entrega de uno de los decanos de la literatura de espionaje: John le Carré.
Peter Guillam, lugarteniente de Georges Smiley en títulos como El Topo y La Gente de Smiley, es el narrador y protagonista de la obra.
Las cenizas de una vieja herida (la muerte de Liz Gold y Alec Leamas junto al Muro de Berlín allá en los sesenta del siglo pasado en eventos narrados en El Espía que Surgió del Frío) son removidas por las nuevas generaciones, esas para las que el teletipo es historia antigua.
Christoph, el hijo de Alec con una alemana, y Karen, fruto de un embarazo adolescente de Liz, han demandado al Servicio de Inteligencia Exterior de Reino Unido, alías MI6, alías el Circus, por haber mandado a sus progenitores a la muerte.
Acusan a Guillam de ser la mente maestra detrás de la desgracia.
Cabe mencionar que aquella sórdida operación no era del agrado ni de Peter ni de Smiley. Sin embargo, Control, el mítico mandamás, ese hombre que alguna vez tuvo un nombre, había llegado a la conclusión de que, quizá, era tiempo de igualar a los enemigos en cuando a la crudeza de los métodos empleados para obtener resultados satisfactorios.
Los asiduos a las obras de John le Carré encontrarán, aunque sea a través de breves menciones, a los miembros de la vieja pandilla: Bill Haydon, Toby Esterhase, Roy Bland, Percy Alleline, Connie Sachs, Jim Prideaux.
Este último aparece en un par de escenas. Él posee la clave que nos traslada hacia el acto final.
Guillam goza de campirano y francés retiro cuando recibe una carta de sus viejos empleadores.
En la misiva se cita la cláusula 14 de su contrato: “obligación perpetua de acudir siempre que lo requiera el Circus”.
Ya en Londres, Peter conoce a Conejo y a Laura, asesores jurídicos del servicio de inteligencia que harán de inquisidores en busca de la verdad, es decir, de una historia verosímil que mantenga a salvo la reputación de la institución.
El antiguo lugarteniente de Smiley se ve sometido a un interrogatorio exhaustivo.
Nada más empezar se da cuenta de cuán cercana e indetectable era la vigilancia sobre su persona hecha por los ejecutivos de su antigua empresa.
En un momento llega a preguntarse si acaso están enterados de las dos palabras que vertió en el oído de una mujer mientras la animaba a subir al vehículo de la deserción.
A Guillam le sorprende la capacidad de la nueva generación de burócratas legales para atar cabos con relación a asuntos puestos, junto a las evidencias, testimonios y expedientes, bajo tierra.
Cuando Peter (a quien deberíamos llamar Pierre porque es bretón) acaba de deshojar la margarita de las mentiras autorizadas y los subterfugios jerárquicos, se ve forzado a soltar, de a poco, el hilo de “lo que realmente ocurrió”.
Algunos hechos, los que está menos dispuesto a compartir, los conserva con la claridad que forjan los fuertes sentimientos.
Al hablar de Leamas no habla solamente de un compañero de armas sino de un buen amigo. Junto a él había comenzado su andadura por la casa de espejos.
Contar cosas sobre Liz no sólo es referirse a una mujer a la que, por razones que Control y Smiley no compartieron, convenía acercarse. Peter sentía tremenda simpatía y atracción por ella. Le apenó terriblemente su destino aciago.

CONTEXTO
Puestos a despertar viejos fantasmas, aparece Doris Gold, nombre clave: Tulipán. “’Te la follaste?, pregunta Conejo una y otra vez. Guillam niega, niega y vuelve a negar. Sus pensamientos son honestos. Lo que hubo entre ambos no era follar sino hacer el amor.
La evocación de Tulipán, integrante de la red de Anémona, agente ultimado cuando se hallaba a unos metros de la libertad, desemboca en una misión con tintes de carambola de tres bandas.
El bretón seductor no olvida que en la ecuación de la tragedia hay otro elemento afectado: Gustav, el hijo de Doris. Su madre lo abandonó porque Leamas no lo consideró dentro del plan de escape.
A lo largo de la novela, Peter tendrá encuentros con Christoph y con Gustav, tanto con los críos a los que conoció en sus correrías más allá de la cortina de hierro como con los adultos rotos, llenos de resentimiento, pasado nocivo sobre los hombros, amargura entre las sienes.
Por encima de todos, y a pesar de las décadas que han transcurrido desde entonces, flota la figura dle traidor descubierto en El Topo.
Sigue ahí, causando estragos, muertes, pena profunda.
Los estallidos de Peter nos confirman que de algunos sitios, del frío por ejemplo, jamás se vuelve, no completo.
Para los seguidores de las aventuras del “barrigón, con gafas y en estado de permanente preocupación”, llamado George Smiley, El Legado de los Espías también comparte noticias sobre el final de su archienemigo: Karla.
CORRESPONDENCIA
El estilo directo del autor ha ganado suavidad, al menos esa sensación queda gracias a la traducción de Claudia Conde. La narración parece deslizarse ante los ojos.
La combinación de pasajes narrados en primera persona y expedientes secretos, abiertos por primera vez desde su confección, nos hace entrar de lleno en los terrenos de la confidencia.
Lo que nos cuenta el autor no es una investigación sino las memorias y reflexiones de un protagonista que se pierde “en la introspección, pensando en las cosas que hicimos y en los sacrificios que aceptamos, sobre todo de vidas ajenas, durante los largos años en que creíamos que el Muro iba a durar para siempre”.
John le Carré también nos sumerge en la recreación de hechos ya conocidos, pero vistos desde la óptica de los organizadores, con sus memos, su correspondencia, sus informes de cierre.
Una carta de Smiley dirigida a Guillam dice: “Pensé que te gustaría saber que las cenizas de nuestro amigo Alec han recibido sepultura recientemente en Berlín, cerca del lugar donde murió”.
En una misiva extraoficial, Jerry Ormond, director de la oficina de Praga, escribe: “… el otro día Alec y yo salimos a dar un paseo. (…) durante toda la caminata no dijo más que una cosa: el Circus está infiltrado”.
¿Qué pensaban Control, Smiley y compañía sobre Leamas? ¿En realidad los enviaron a él y a Liz Gold a una muerte segura como acusa Christoph? ¿Cuál fue el papel de Guillam en la operación concluida fatalmente del lado oriental del Muro?
Las preguntas abundan. Son lo único cierto en la casa de los espejos. De entre todas las interrogantes que vienen al caso, la que el autor no se apresura a responder es la más importante para quienes han seguido la saga: ¿dónde está George?

A FAVOR
El alegato final de la obra se inserta en un asunto espinoso de nuestros tiempos: el Brexit, la salida de Reino Unido de la Unión Europea. Desde luego, no se olvida de Rusia.
Para el final, el autor confronta a sus personajes con la insatisfacción del deber cumplido, porque los métodos extremos que emplearon en la sórdida batalla eran necesarios.
Aquel bien superior, tan claro mientras luchaban, se ha difuminado en las arenas del olvido.
Un velo ha caído, otros se mantienen.
El Legado de los Espías nos obsequia a un Smiley comprometido con una causa que justificaba adentrarse en juegos de espejos llenos de amenazas que arrojaban sobre el registro reflejos imponderables.
La despedida es un llamado a la acción. John le Carré llama a desenterrar restos y abrir urnas sagradas.
Tristemente, para los entendimientos actuales, comprender el por qué de lo que hizo su generación (en especial los sacrificios), demanda hacer a un lado la arrogancia, tarea más ardua que ser un buen espía, ya no digamos un hombre decente.