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Su nombre y su apellido lo recuerdo desde mi adolescencia grunge. A los 15 años comencé a asistir con regularidad a toquines de rock. Muchísimas bandas se presentaban en el patio del teatro Mayran en la Bravo, en el salón de los Tahoneros en la Ocampo, en la prepa de Lasalle en el Vado del Río Nazas, en el Colegio Francés en Lerdo, en el bar La Jungla de la Feria de Torreón. También en otros escenarios, pero éstos son los que ahora recuerdo. Fue una época de producción de rock próspera en la región. Ver a los grupos tocando hacía que todos quisiéramos estar en una.
Héctor Becerra. Desde ahí recuerdo, si no su cara con nitidez, sí su nombre. Un nombre que olvidaría los años que no estuve en Torreón y después volvería a escuchar en la radio, como una enciclopedia del rock y del cine, como una referencia indispensable, como alguien que parecía que había estado ahí siempre. Escucharlo me hacía pensar en mi yo adolescente, mi yo de otro tiempo, y también me hacía consciente de lo poco que sé de ese género musical que siguió su curso las décadas posteriores.
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Conviví con él realmente hasta el 2017, por Jessi. Ella asistió un día a un círculo de lectura que yo tenía, y ahí ambas hicimos click irremediablemente. Cada que nos veíamos para platicar largas horas él pasaba por ella y nos saludábamos. Nos hemos frecuentado con regularidad también en el departamento que compartían y hablábamos cuando él regresaba de la radio. E infinidad de veces coincidimos en reuniones en mi departamento, en el de amigos en común, en eventos en la librería El Astillero, en el café y en otros tantos eventos culturales que ya ni me acuerdo. Siempre tenía la referencia de la letra de una canción para los temas de los que charlábamos. Y solía leer con Jessi algunos de los textos o libros que comentábamos en las sesiones de lectura del círculo. Juntos (Jessi y Héctor) fueron para mí una casa, un sitio cómodo donde charlar, confiar y dejarse caer. Ésta es la forma en que puedo describir lo que me significaron (me seguirán significando) como pareja.
Hay, entonces, demasiados recuerdos, y estos días he querido rememorarlos, acercarme mentalmente a sus detalles. Me es muy difícil. Hace el hueco más grande y doloroso saber que ese lugar seguro que eran los dos ya no existe, y que lo que a mí me duele, a mi amiga Jessi le representa un desconsuelo inimaginable.
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He prometido, sin embargo, contar de él. Traer a cuenta dos o tres anécdotas particulares que sumen a cientos de experiencias que las personas cercanas recuerdan, y que puedan generar un material que permita mantenerlo en nuestra memoria.
Hay una figura retórica que se llama paronomasia. Se trata de reunir en distintas frases palabras de sonido semejante. Una de las más conocidas en la literatura en español son unos versos de Xavier Villaurritia, del poema «Nocturno en que nada se oye». Y dice:
y mi voz que madura
y mi voz quemadura
y mi bosque madura
y mi voz quema dura
Héctor y yo hicimos un juego similar a partir de una lista de requisitos para solicitar empleo, que estaba mal escrita y que daba mucho risa. Decíamos:
la credencial de elector
la credencial del lector
la credencial del Héctor
Bromeábamos diciendo que habrían de buscarlo para pedirle una copia de su credencial para poder pedir trabajo o que irían a la librería a que les diéramos una credencial que los avalara como lectores.
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Por varios años me llamó Ruthinera, que es mi nombre en twitter, red social que él frecuentaba con asiduidad, y desde la cual promovía sus programas de radio, pero también en las que retuiteaba todo lo que sus contactos compartían, como una reciprocidad puntual a quienes lo escuchaban, seguían o comentaban.
Un día publiqué un tuit en el que mostraba la fotografía de una flor, una Artemisia rutifolia. Esto dio pie a un nuevo juego lingüístico que incluía mi nombre, y que le causó gracia y ternura. Desde entonces me llamó así: Rutifolia.
–Hola, Rutifolia –me decía en un tono de complicidad cada vez que nos veíamos.
Yo escuché a mucha gente decirle Hectorín. Y a otros pocos/as decirle Tori. Para mí Tori era la manera, sobre todo, en la que Jessi lo nombraba con amor. A excepción de ese juego de la credencial, yo siempre le dije «Héctor», y cuando lo mencionaba en una lista de personas que había asistido a una reunión y me preguntaban ¿cuál Héctor?, yo decía, Héctor de Jessi, que era similar a cuando una mujer agrega el apellido de su esposo a partir de que contrae matrimonio. Debió ser Héctor de Ayala y Jessica de Becerra, pero esas son formas que van quedando en desuso, al menos para muchas de mi generación que consideramos que estar en pareja es ser compañeros, y que ese compartir la vida se refleja mucho más en las acciones que en portar un nuevo apellido. Héctor de Jessi es como ha quedado grabado para mí.
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Hubo un cumpleaños en que celebré en mi departamento. Quise preparar un humus que a la mayoría le gustaba. Mientras me alistaba para recibir a mis amigas/os olvidé que los garbanzos se cocían en agua hirviendo. Cuando volví a la cocina el agua se había consumido y los garbanzos de base se habían tostado por completo. El olor a humo había invadido la sala y el comedor en la que sería la reunión. Me sentí fatal, pero aún así lo preparé y aunque tiré los garbanzos quemados, el humus tomó un sabor ahumado, exquisito. Pensé que nadie querría comerlo y conté la anécdota cuando fueron llegando los invitados. Héctor, siempre de buen comer, arrasó con la pasta de humus, y dijo que agradecía que se hubieran quemado porque había conseguido, sin querer, mejorar mi receta. No estaba segura si era verdad o si era de esos detalles que él tenía para hacerte sentir bien, para que no te preocuparas, para aligerar las cosas. Pero a partir de entonces se ganó el derecho a que le apartara de mi humus cada vez que hacía y se lo enviara con mi amiga. Humus con pan árabe o tostadas, acompañado de mezcal o sotol. A veces que Jessi le contaba que ella y yo nos habíamos visto él preguntaba si no le había enviado garbanzos ahumados. No volveré a hacer esa receta (ahumada o no) sin recordarlo, sin brindar en su nombre.
Mientras escribo esto vienen a mí vagamente otros versos de Villaurrutia. Los busco y me doy cuenta que deben estar en esta despedida:
VI
La aguja del instantero
recorrerá su cuadrante,
todo cabrá en un instante
del espacio verdadero
que, ancho, profundo y señero,
será elástico a tu paso
de modo que el tiempo cierto
prolongará nuestro abrazo
y será posible, acaso,
vivir después de haber muerto.
Hasta siempre, Héctor.