Cuando era niño, a finales de los ochentas del siglo pasado, no existía el fútbol mundial. Lo que sabía del balompié salía de retas callejeras, campos llaneros y canchas de equipos mexicanos.
La de Italia 90 fue la primera Copa Mundial que disfruté. Ver a los ejércitos enfundados en las casacas patrias batallando por la esférica supremacía me impresionó a tal grado que al fin comprendí porque mi hermano mayor se afanaba en realizar mandados y destinar las propinas a comprar las estampas del álbum Panini. Quedó bastante lejos de completar las 24 constelaciones nacionales.
Entre el mundial italiano y el de Estados Unidos 94, todo mi saber sobre el horizonte futbolístico internacional principiaba y concluía en el resumen de la jornada de fútbol español que se transmitía en televisión abierta los domingos por la mañana.
En realidad, tratar a aquella breve cápsula dominicial de “resumen” es exagerar. No todos los conjuntos de La Liga tenían cabida en esos escasos segundos, de hecho los únicos que aparecían con total seguridad eran el Real Madrid y su rival de aquel fin de semana.
Aquí cabe introducir una leve digresión para destacar un gesto de humor por parte del editor de aquellas cápsulas del que no tuve conciencia sino hasta muchos años después gracias a la Internet: la música que introducía las imágenes del partido del Madrid era Barcelona Nights, del guitarrista alemán Ottmar Liebert.
Fue hasta los primeros años del nuevo siglo, de la mano de la televisión satelital, que adquirí plena conciencia de la omnipresencia del deporte más popular del mundo.
No había sitio donde esconderse del fútbol, ni razón para obrar de ese modo. Era sencillamente extraordinario poder disfrutar del balompié de las cuatro ligas más potentes del planeta (española, inglesa, italiana y alemana) y del espectáculo de las etapas finales de la Liga de Campeones.
Que se ampliaran las opciones, sin embargo, no modificó un ápice de mis lealtades.
Seguí gozando enormemente de los éxitos del Santos Laguna en el torneo doméstico, seguí acudiendo con gusto a los campos de tierra para ver a mis amigos batallar con las nuevas generaciones de futbolistas llaneros, y seguí participando, con voluntad casi profesional, de improvisadas justas callejeras. También se conservó intacta la seducción ejercida sobre mi persona por el uniforme tan regio como albo.

No había otro conjunto que el de los galácticos, ni más filosofía que la de Zidanes y Pavones.
Atestiguar la mejor época del Barcelona fue duro, por más que un mexicano formara parte de las filas de la escuadra catalana.
De unos años para acá mi consumo balompédico disminuyó drásticamente. He limitado mi exposición a unas cuantas finales de la Champions, algunos clásicos del fútbol español y las fases finales de la competición doméstica. Es decir, no he perdido el hábito de atestiguar tanto derrotas sumamente dolorosas como triunfos resonantes de los equipos de mis amores.
Cuando algún resultado llama mi atención recurro a resúmenes disponibles en Youtube. Mi ración semanal de fútbol no va más allá de los 15 o 20 minutos y en ella los únicos equipos que tienen su lugar asegurado son el Santos, el Real Madrid y sus rivales de turno.
Comparto esto porque fui uno de los concurrentes de una actividad virtual: El banco Invex y MasterCard anunciaron su sociedad con la Casa Blanca, la de la capital española.
Esa alianza se ve concretada en una tarjeta de crédito digital. Los socios esperan emitir, de aquí a un año, 50 mil plásticos a nombre de seguidores mexicanos del club más popular del planeta.
Que el fútbol es uno de los negocios más rentables que existen lo tengo claro desde hace un par de décadas. Y sí, el Real Madrid fue el primero en introducir en mí esa percepción, a golpe de fichajes galácticos, y gracias al ejercicio de una profesión que invita a curiosear por un montón de listados, la relación de los clubes más ricos del mundo, por ejemplo.
Llevo casi el mismo tiempo rehuyendo la opción de adquirir una tarjeta de crédito. Un par de experiencias desagradables en mi juventud consiguieron, básicamente, hacer que deteste esos productos financieros.
Tantos años de cultivar la animadversión hacia dichos instrumentos crediticios no han impedido que, en las últimas horas, observe una y otra vez el escudo impreso en el plástico presentado.
Tal es el poder de seducción, hay quien diría la mística, de los monstruos globales, más cuando visten la casaca que representa infantil devoción, juvenil persistencia y una adultez que reniega del deporte de los goles, pero no del equipo de sus amores.