Francisco Valdés Perezgasga
En la hidrología vernácula solemos hablar de dos aguas, la subterránea y la superficial o rodada. Como si fueran dos cosas, cada una con definiciones, manejos y problemas. Diferentes y apartadas.
Le llamamos agua rodada a la que se mueve sobre el terreno, a la vista de todos. La que se originó arriba, en las nubes. El agua que, caída, forma manantiales, arroyos, riachuelos y ríos. Que en su paso puede formar lagos y lagunas.
Cosa distinta, nos decimos, es el agua que no se ve, la que está bajo la tierra. La que se extrae o “alumbra”. Esa agua, la subterránea aparece como por milagro. Se perfora la tierra, se hace succión por medio de un trebejo mecánico y ¡tómala! sale el chorro por el tubo.
A veces creemos que bajo nuestros pies hay tremendas cuevas llenas de agua y que de ahí viene el líquido que mágicamente aparece. Esto es cierto en el Gran Acuífero Maya, el que está siendo dañado por la megalomanía del presidente y su Tren Maya, Pero en la mayor parte del planeta los acuíferos (que portan agua es lo que significa su nombre) son capas de la corteza terrestre formadas por arenas o guijarros o rocas. Sustratos de partículas capaces de alojar en sus intersticios (entresijos le llamaban nuestras abuelitas), el agua.
¿Cómo llegó esa agua ahí? Es una pregunta que rara vez nos hacemos. En nuestra región es claro que esa agua tiene su origen en lo que llovió y que fue acarreando el Nazas. Al encontrar el río esas capas granuladas las iba llenando de agua.
Así funciona el sistema durante miles o millones de años. Los acuíferos no son ollas. Son a menudo verdaderos ríos subterráneos. El agua se mueve aunque no la veamos. Más rápido por arriba, más lento bajo tierra. En el caso del que hablo es la cara del Nazas que no vemos, pero Nazas al fin.
El Nazas parece haber desaparecido del lecho seco que transcurre entre nuestras ciudades, pero algo queda, invisible, bajo nuestros pies. Es apenas un hilo que no puede contra las numerosas, potentes bombas que vacían el acuífero.
No se ve, pero ahí está. En 2008, al día siguiente que soltaron el agua por el cauce del río, algo raro se observó en el Instituto Tecnológico de La Laguna. Ahí hay un destilador solar que produce agua de la calidad suficiente para ser usada en las prácticas de química. Es necesario medir el contenido de sales en el agua que se toma de la red para introducirla al destilador. Esto se hace todos los días midiendo la conductividad del agua. A mayor conductividad, mayor contenido de sales. El agua lagunera es dura, es decir, tiene muchas sales. Esto se ve en las ollas y en las bañeras, en las manchas que quedan en un utensilio de acero inoxidable después de enjuagarlo. También en la escasa espuma que hacen los jabones.
Pues bien, al día siguiente de que revivió el Nazas urbano, la conductividad del agua cayó significativamente. Se mantuvo baja mientras tuvimos de nuevo al río entre nosotros. Es decir, se pudo ver la entrada de agua con menos contenido de sales al manto acuífero y de ahí salió chupada por la bomba de SIMAS que surte al tecnológico. No es la única indicación de la íntima relación del agua y del acuífero que son, para todo efecto práctico, gemelos siameses que no pueden separarse.
El desarrollo y la existencia misma de nuestras ciudades depende de que tengamos agua de buena calidad en suficiente cantidad. No sólo para beber -la frágil promesa de Agua Saludable- sino para la economía y el modo de vida de quienes aquí vivimos y viviremos.
Es entonces indispensable soñar, pensar y demandar un Nazas Vivo que revierta el daño que le hemos causado a esos gemelos, el río y el acuífero. Puede sonar a sueño guajiro, a locura casi, pero la locura verdadera consiste en continuar por el camino ruinoso que hemos seguido hasta hoy.