Visitar con asiduidad el grave rincón borgiano, ya sea como jugador o como testigo de duelos de alto nivel, ha mermado mi interés en otros deportes.
Los meses de confinamiento derivados de la pandemia de la COVID-19 me llevaron a adentrarme en el camino de negras noches y de blancos días.
Desde entonces, no he vuelto a mirar del mismo modo los partidos que antes consumían largas horas de mi vida. Casi siempre tengo en mente alguna danza de trebejos que estimuló mi entendimiento.
Integrado a una plataforma de partidas en línea, formo parte de un universo en el que cada día se encienden y apagan millones de partidas fugaces.
Deporte, ciencia, arte, los trebejos forman parte de cada una de esas categorías y, al mismo tiempo, no pertenecen enteramente a ninguna.
Atraer al enemigo hacia el jaque mate posee un componente de diversión, otro que mezcla ambición y disciplina dirigida a mejorar y uno más de ejercicio neuronal.
En lo personal, comparto la definición de Emanuel Lasker, trebejista alemán con el reinado más largo en la historia de los campeones mundiales del juego de reyes (obtuvo el título en 1894 y lo perdió hasta 1921): el ajedrez es combate.
Se estima que en todo el mundo hay 605 millones de personas que mueven las piezas de forma regular.
Gracias a portales como Lichess, Chess24 y Chess.com, cada día, a cualquier hora, el usuario puede intercambiar sigilosas agresiones con jugadores de su misma nacionalidad, del mismo continente o situados al otro lado del mapa.
Una buena danza de los trebejos reclama, desde luego, que las dos inteligencias en disputa pongan de su parte.
Algunas partidas terminan en la apertura, la parte inicial del juego. Basta una descuidada secuencia de movimientos para acabar en un predicamento que te obliga a abandonar, es decir, abdicar de tu reino.
Otros enfrentamientos llegan al medio juego.

Aquí el desarrollo de los trebejos alcanza un grado de maduración óptimo, suficiente para plantear amenazas evidentes o trampas sibilinas. Ocurren intercambios de piezas que mejoran o empeoran nuestra posición con base en criterios estratégicos o tácticos.
La estrategia es el plan que hemos decidido llevar a cabo, por ejemplo, mantener el control de una casilla central o eliminar a cualquier precio la oposición que intenta obstaculizar la acción de nuestro alfil sobre la diagonal que apunta hacia el enroque del rival.
Los motivos tácticos son oportunidades, ajenas al plan, surgidas durante la refriega, casi siempre derivadas de un movimiento del rival, que, bien aprovechadas, significan ganancia de material o mejora de la posición o mayor armonía de las piezas de cara al asalto final.
La táctica permite incrementar de golpe nuestras opciones de triunfo.
Cuando las fuerzas en disputa intercambian lances con las piezas mayores (torres) y menores (alfiles y caballos) y se deshacen de las damas (ausencias que merman de forma definitiva las opciones de atacar), entramos al final de la partida.
Los recursos disponibles son escasos y el rey adquiere protagonismo.
A falta de trebejos agresores, el monarca abandona la seguridad del arrinconado enroque para sumarse al ataque.
En muchos finales de partida, que la regia figura alcance el centro del tablero en buenas condiciones hace la diferencia entre ganar o perder.
Una frase célebre de Rudolf Spielmann ilustra bien el modo en que un trebejista debe sintetizar al deportista, al artista y al científico a la hora de combatir: “Juega la apertura como un libro, el medio juego como un mago, y el final como una máquina”.
Como mencioné al inicio, el sendero de negras noches y de blancos días puede provocar un novedoso y constante desinterés hacia los rectángulos, grandes o chicos, con pasto o sin él, que antes representaban una importante fuente de recreación, en especial los fines de semana y en las finales de temporada.