Nacimos perdiendo

La chepa nos subió a la patrulla esposados. Traían la cara tapada con pasamontañas y dos usaban lentes oscuros, aunque ya era de noche. Nos trataron como maleantes. Nos asustamos cuando ya teníamos un tiempo dando vueltas por la ciudad encima de la camioneta. Nos dimos cuenta de que no planeaban llevarnos a ninguna comandancia.

Mi mano derecha a un poste de la patrulla y mi mano izquierda a la mano derecha de Julio, y la mano izquierda de Julio al banco de la camioneta. Las esposas las apretaron más de lo debido. Julio me reclamaba con palabras quedas, “Vos tenés la culpa, tarado. Por tu culpa nos subieron, tarado.” Pero yo no tuve la culpa de nada. Los apresadores llegaron empujando. Y yo me hice fuerza. Y cuando uno no pudo empujarme, entre dos me tumbaron al cemento, y también a Julio, que sí se había dejado empujar.

Las armas imponían, aunque estuvieran desgastadas de los mangos. No creí ver de cerca otra pistola en tan poco tiempo. A Julio y a mí nos pararon unos mareros hace una semana para pedir la cuota para subir al tren. Les dimos veinte dólares que yo traía y con eso nos dejaron en paz. Pero como a la hora regresaron y nos pidieron más pisto. Julio les dijo que no tenía más. Yo les dije que no tenía más. Y entonces nos encañonaron.

Eran dos. Apenas dos cipotones todos rayados del cuerpo. Desde que los vimos de lejos ya sabíamos que eran malos. Ya sabíamos que nos iban a pedir dinero. Ya esperábamos incluso un golpe. Ya sabíamos que si les dábamos algo nos iban a dejar en paz.

A mí me quitaron los zapatos. A Julio le arrebataron la comida. ¿Qué hacíamos?, no hay ninguna opción: hay que ceder las cosas que te piden esos manes. Esas chunches las podemos conseguir fácil, que se las lleven. Por ejemplo, a mí, un broder que también estaba esperando al tren, me obsequió otros zapatos que estaban mejor que los que me habían quitado los mareros, “A vos te hacen más falta, yo traía dos pares pal viaje, porque todo el tiempo los mismos zapatos cansan”, y el broder me dio los zapatos, pero luego me pidió la sudadera que yo traía. Y se la obsequié. Los zapatos me quedaron un poco grandes, pero con los pies enfundados en dos calcetas no se sienten holgados.

La patrulla nos echó la torreta para que nos paráramos. Íbamos con rumbo al puente de la Cuahutémoc a encontrarnos con más manes que también venían encimados. Julio y yo nos bajamos del tren un poco antes de que se detuviera por completo para conseguir agua y comida, porque nos quedaba poco alimento para aguantar el camino. Los demás manes que venían sí estaban provisionados, por eso no se bajó nadie con nosotros.

Cuando nos detuvieron, la torreta nos encandiló. Un chepo se dio un brinco y nos gritó “¿Qué andan haciendo?”, luego otro se acercó y nos pidió identificaciones, pero con el rifle apuntando al suelo. A nuestros pies.

Julio habló, yo me quedé callado. “Buenas noches, no estamos haciendo nada malo, nomás venimos a pie. Somos de Honduras…”, cuando Julio pronunció “somos de Honduras”, fue como si hubiera dicho “somos maleantes”. Entonces el segundo policía nos exigió las identificaciones. No tenemos partidas con nosotros porque en Veracruz perdimos una mochila. O nos la robaron. No sé bien para afirmar. En esa mochila iban todas nuestras chunches dentro, mi copia de la partida de nacimiento y la de Julio. También llevábamos comida, varia comida… De cualquier manera, si una autoridad te pide documentos, las partidas no ayudan en nada si no tenés el pasaporte sellado, que compruebe que entraste legalmente a México.

“Tenemos un 7-37, son dos 7 que vienen caminando solos, sin documentos, parece que son unos 12”. La chepa se pusieron a hablar en clave, por radio, después de que nos tumbaron al cemento. Después de un momento dejaron de preguntarnos cosas a nosotros y empezaron a platicar entre ellos. Nosotros dejamos de importarles y contaban taradeces los conchudos. Un chepo hablaba de un restorán, una parrilla libre, al que había llevado a una dama con la que le ponía los cachos a su mujer. Todos los demás se reían, alegres. A mí se me quitó lo asustado y me subió el hambre.

Revisaron la mochila de Julio y la vaciaron en la parte de atrás de la camioneta. Vieron que no había nada de valor y tiraron las cosas al suelo. Revisaron la bolsa que yo llevaba e hicieron lo mismo, pero entre mis cosas yo traía una botella con agua, estaba a la mitad, y un policía la vació en el cemento. También llevaba un paquete de galletas de chocolate que otro chepo se comió. Se levantó el pasamontañas y le vi el bigote bien rasurado, vi sus labios, su mandíbula masticando las galletas, y me dio mucho enojo, pero no quise hacer más fuerza porque seguramente nos iba a ir peor.

Esposados boca abajo, en el suelo, un policía me jaló de los sobacos y me puso de pie. Lo mismo hizo con Julio. Julio no dejaba de mirarme con coraje. Los dos pensamos que nos iban a cachimbear, pero no, nos encimaron en la patrulla. Pero antes nos manosearon para ver si no traíamos nada sospechoso. Aflojaron las esposas nomás para amarrarnos de nuevo, ahora entre nosotros y a la patrulla. Esos manes daban miedo con todas sus claves, sus pistolas y rifles. Todos ellos daban miedo. Más que los mareros que me quitaron los zapatos.

Arriba de la camioneta nos pasearon un tiempo. Dos iban atrás, con nosotros. Dos adelante, en la cabina. Yo estaba asustado. La chepa iban serios. Julio estaba asustado. La chepa se reían entre ellos. Yo no sé por qué a ratos iban serios, se decían una clave y se reían. Julio dice que cree que se estaban riendo de nosotros. Yo creo lo que dice Julio: se estaban riendo de nosotros.

Perdí la noción del tiempo, también Julio, pero creemos que estuvimos encimados en la patrulla cerca de una hora. De pronto los chepos de atrás se dijeron una clave y se quedaron serios, eso nos asustó más. “Ya llegamos”, gritó uno que iba en la cabina cuando se detuvo en seco la camioneta. Era el del bigote bien arreglado, lo conocí porque sus ojos eran muy cafés. Muy muy cafés.

Delante de la camioneta estaba otra patrulla. La chepa se juntó toda, los de las dos camionetas. Entonces otro policía, que era de la otra camioneta, se acercó a la parte de atrás y nos vio esposados. Ese sí enseñaba el rostro. Era moreno y bien rasurado y cejón. Y nos miró un momento, como de 10 o 20 segundos que parecieron 10 o 20 minutos. “No, estos no sirven.” Y se regresó a la otra camioneta. Ese man era la mera riata. Todos lo obedecían y parecía que le tenían miedo.

Cuando escuchamos eso casi nos zurramos.

Los demás se regresaron a la camioneta, todos serios los manes. Yo había dejado de rezar desde hace muchos años, pero todo el camino de regreso estuve pidiéndole a Dios que nomás no nos doliera mucho, que no nos torturaran, que fuera rápido. En el tren escuchamos a más manes contando historias crueles que le pasaron a varios catrachos en México. Unas muy alucines, cosas para no creerse. Pero ahora yo las creía.

La camioneta se paró en seco de nuevo. Esta vez sí tuvimos noción del tiempo, pasaron unos 10 minutos desde que vimos a la otra chepa. Los que iban atrás nos desesposaron, pero no sentimos alivio, las muñecas nos ardían. Nos sobamos las manos cuando nos soltaron. Julio y yo nos vimos las caras y nos dimos cuenta de que los dos teníamos lagrimones en los ojos.

“Órale, a la chingada”, nos gritó un chepo desde la cabina. Nos dejaron en un parque, por el centro de la ciudad. Ni yo ni Julio supimos qué hacer. “A la chingada, pinches culeros”, nos volvió a gritar el de la cabina, y se arrancaron los conchudos en la patrulla.

Eran cuatro. Apenas cuatro hombres uniformados de negro y sin cara. Desde que los vimos de lejos ya sabíamos que eran malos. Ya sabíamos que nos iban a pedir dinero. Ya esperábamos incluso un golpe. Ya sabíamos que si les dábamos algo nos iban a dejar en paz.

Julio no me dio palo después de eso. Caminamos callados un rato. A mí me ponía mal que Julio me retirara su amistad, porque Julio y yo nos conocemos desde que éramos cipotes en el barrio. Pero no fue así, seguimos siendo broders y estamos listos para cualquier cambalache que el otro requiera. Él y yo nacimos perdiendo. No teníamos nada, ni oportunidades ni familia que nos mandara dinero desde Estados Unidos… Nada. Nomás nos tenemos a nosotros, y con eso basta. Si no podemos ganar algo, al menos podemos no seguir perdiendo.

Crónica publicada en el libro Ruta de paso, de Fernando de la Vara y Jorge Martínez