¿Qué haces aquí?
La ciudad donde crecí me susurra: vete. A veces me grita: lárgate. Otras veces, las menos, me sugiere que me quede.
Me miente: todo va a estar más o menos bien. Todo mejorará.
Ya no le creo, porque estoy convencido de que en realidad está en mi contra. Más aún, en contra de todos.
Ese convencimiento me lo dio la falta de agua, el sol ingrato y la tierra mezquina; los coches furiosos y los baches implacables; el abuso y la indolencia de las autoridades; la incertidumbre de quienes habitamos este lugar sobre una identidad clara y un arraigo más allá del Santos, la cumbia, la harina, la cerveza y la discada; la falsa identidad empresarial impuesta al ciudadano común; el abandono del centro, la falta de empleo, la infraestructura inadecuada, la movilidad obsoleta, el mal olor y la basura infinita… Mención especial para los tiempos en que nos convertimos en una trinchera de la mal llamada “guerra contra el narco”, que más bien fue una guerra contra el pueblo, que nos arrebató algo, nos desapareció a alguien y nos fracturó a todos… Y, por si fuera poco, todo esto sucedía antes de la pandemia. Lo único que puedo pensar es que la ciudad no nos quiere aquí.
Hace muchos años, durante la resaca que dejó la violencia, varios amigos se fueron a otras ciudades para intentar satisfacer sus inquietudes. Se fueron a CDMX, a Monterrey, a Puebla y a Querétaro. Algunos tenían la intensión de conseguir un mejor empleo, otros querían volverse artistas. Escribir, sobre todo. Yo los envidié porque no me pude ir junto con ellos, por quedarme a padecer este mar seco.
Al pasar unos años, la mayoría de esos amigos volvieron a TRC, sobre todo quienes tenían una inquietud creativa, y regresaron vencidos, extrañando la tierra, la carne asada, el sol y a la gente. Lejos de aquí no pudieron profesionalizarse en el arte, su vida cambió, pero no en el sentido que ellos buscaban. Sacrificaron la inquietud artística por un trabajo de oficina que les diera el dinero necesario para sobrevivir, y el oficio del artista nunca se instaló en sus rutinas.
Nunca más los envidié. En el 2015 tuve la oportunidad de irme un corto tiempo a la Ciudad de México para profesionalizarme en la escritura. Fue una estancia corta y privilegiada, fruto de un premio literario que gané. Y lejos de aquí me di cuenta de que todas las ciudades son un infierno distinto, que todas las ciudades se padecen, que todas las ciudades están en contra y, en especial, en la Ciudad de México, todo se magnifica: si aquí hay diez personas mejores que tú en lo que haces, allá hay seiscientas con más habilidades y más calificadas que tú en lo mismo que haces. La competencia es grande y cruel. Además de que conseguir trabajo, la mayoría de las veces, sigue dependiendo un filtro que funciona con relaciones y conocidos.
La ciudad magnificada también quiere decir que, si aquí hay cien estúpidos alrededor, allá hay miles y miles de imbéciles a un lado tuyo, por debajo, por detrás y por encima. Y estoy seguro de que aquella densidad no se debe sólo a las mejores oportunidades de trabajo, escolares y de profesionalización, sino a todos aquellos del resto del país que van al mismo lugar para tratar de llenar algún vacío y cumplir sueños que en sus propias ciudades sería impensable.
¿Qué hago aquí?
Si me voy a otra parte, el vacío que tengo dentro me va a seguir. No se quedará aquí, a esperar mi regreso. Si me voy, será aceptar que a la ciudad en contra me venció. Huir no es la opción, ni económica ni laboral ni emocional. Al menos aquí tengo el gran consuelo de la cercanía de mis afectos, y desde aquí puedo documentar las particularidades de La Laguna, registrar el testimonio de mis días y asumirme como un sobreviviente de este infierno terregal.
La ciudad no nos quiere aquí. Y con la pandemia pareciera que no había hacia dónde escapar, y muchos otros amigos y conocidos regresaron a la ciudad escapando de otras ciudades. Mentiría si digo que las reflexiones de Diario desconcierto sobre Torreón y estos tiempos no son producto de la pandemia, de la “nueva normalidad”, porque todo tenía que cambiar para que todo siguiera igual. O peor.
¿Qué hacemos aquí?
Después de todo, el desierto nos venció.
¿Qué hacemos aquí?
Después de todo este infierno es nuestro infierno.
¿Por qué regresamos aquí?
Después de todo, este infierno es el infierno que ya conocemos.
¿Por qué regresamos aquí?
Después de todo, el anagrama de Torreón es retorno.